La inminencia de unas elecciones generales decisivas para el futuro de España es una invitación a considerar los núcleos más problemáticos de nuestra conversación nacional. Se trata de problemas de fondo que la política no puede resolver en su raíz; sin embargo la fórmula de gobierno que se alcance tras el 20-D puede ayudar a desenredar estos nudos gordianos, o por el contrario a reforzarlos como obstáculo para la convivencia.

Yo identifico un primer problema capital en la censura pública de la religiosidad, unida a una sospecha (alimentada desde el poder y desde el discurso cultural dominante) sobre el papel de la tradición cristiana, que sigue siendo entendida como enemiga de la libertad y de la felicidad del hombre. Basta recordar el discurso de Benedicto XVI en Compostela, y el cordial desafío que nos dirigió a los españoles en aquella ocasión. Lo cierto es que la Transición aportó una flexión muy interesante al iniciar una reconciliación entre el mundo laico y el mundo católico. Por desgracia no se ha consolidado aquella dirección, y ahora podemos decir que estamos ante un grave riesgo de que el laicismo cultural se transforme en laicismo legislativo, como ha apuntado sutilmente el Cardenal Blázquez ante la Asamblea Plenaria de la CEE.

Otro problema de nuestra sociedad es la desmemoria, la no-memoria, esa especie de gen suicida, de aversión al propio camino realizado (tanto el de hace quinientos años como el de hace cincuenta) En buena medida nuestra sociedad se ha acostumbrado a aborrecer su historia, lo cual es culpa de un liderazgo cultural y político nefasto en esta materia. De nuevo hay que reconocer que la Transición también fue un momento de cambio, que por desgracia no ha tenido continuidad. Por ejemplo, la radicalización del PSOE (en su franja más juvenil) y el crecimiento de Podemos, tienen mucho que ver con esa desmemoria e incomodidad con la propia historia. Es como decir: no estamos contentos con lo que hicieron nuestros padres, tenemos que ajustar las cuentas (al otro, al “enemigo”, claro). Evidentemente, los padres hicieron una maravilla pero fueron incapaces de transmitir las razones de su gran obra de una forma viva y atractiva.

Otro problema (vinculado con los anteriores) es el estatalismo, tanto de izquierda como de derecha, aunque en la izquierda es delirante y brutal. Es, además, un estatalismo que abarca a viejos y jóvenes (aunque entre los jóvenes es, si cabe, más patético). Y por desgracia los católicos españoles no somos inmunes a este virus, hasta el punto de interpretar al revés el famoso principio de subsidiariedad, de modo que las realidades sociales habrían de asumir la responsabilidad sólo a partir del punto en que el Estado no llegue. Se trata, en fin, de esperar la respuesta siempre del Estado… ¡Tengo derecho! Hace pocos días escuchaba a un joven opinar en COPE sobre el proyecto de poner más fuentes de agua potable en las calles de Madrid: “beber agua es un derecho…” O sea, que me la dé el ayuntamiento gratis, aquí y ahora. Pero el asunto no se queda en anécdotas, llega hasta a las dimensiones radicales de la existencia, como vemos en la agresividad con que se combate (teórica y prácticamente) la libertad de educación. Zapatero no era un marciano cuando lanzó su cruzada de Educación para la Ciudadanía, y nuestros obispos no eran simples “guerreros culturales a la defensiva” cuando se le opusieron con fuerza. Se podrá discutir la forma en que lo hicieron, pero la intuición era correcta.

Es curioso cómo el gran problema del desafío secesionista en Cataluña, uno de los que más afligen eso que empecé llamando nuestra “conversación nacional”, se nutre de estos tres problemas: de la censura de la religiosidad, que conduce a identificar nuevos ídolos y nuevas utopías, por ejemplo la independencia; de la desmemoria, que impide hacernos cargo de la totalidad de nuestra historia, del bien real que ha supuesto la convivencia de los distintos pueblos y comunidades que han conformado España a través de los siglos; y del estatalismo, puesto que en toda esta operación disparatada aflora una conducción desde el poder político que ha usado, tergiversado y marginado al tejido de la sociedad civil en función de su proyecto ideológico.

Censura de la religiosidad y laicismo, desmemoria y aversión a nuestra historia, y estatalismo y marginación de los sujetos sociales, son tres problemas culturales y sociales de fondo con profundas raíces en nuestra historia. Desde luego sería inútil esperar del nuevo Parlamento y del nuevo Gobierno que surgirán de las elecciones del 20-D, una solución al respecto. Podríamos decir con Ratzinger/Habermas que son problemas pre-políticos. Ahora bien, que se afronten mejor o peor es algo que sí vendrá condicionado por el resultado electoral. Aquellas fórmulas que tienden a demoler los fundamentos del pacto constitucional del 78 radicalizarán estos problemas, e incluso nos privarán de un dique político y legal frente al sectarismo que sería absurdo despreciar.

Las diversas instancias del mundo católico fueron protagonistas de aquel gran pacto de hace casi cuatro décadas, con sabiduría y realismo. Conviene hacer ahora, desde la fe vivida en nuestro presente, una nueva lectura del tiempo que se abre. Para actuar con inteligencia histórica, sin nostalgias ni ataduras, pero sin dilapidar un patrimonio que ha sido muy útil para todos. Esa “inteligencia política” está directamente relacionada con la vitalidad de una fe personal y comunitaria que no reduzca sus dimensiones. En definitiva, está relacionada con el tenor de nuestro testimonio a campo abierto, en una sociedad de la que formamos parte con todos los títulos.