La Constitución Española cumple hoy 37 años. En esta edad madura conviene festejarlo con tanta pasión como mesura, reconociendo que el marco legal que disfrutamos ha contribuido notablemente a una etapa de estabilidad y convivencia pacífica, que ha sido objeto de análisis, imitación, estudio y admiración allende nuestras fronteras. Por eso lo primero, y para no caer en el habitual error patrio de quejarnos de lo nuestro, hacemos memoria para poner en valor y poner verdad en la historia que nos abraza, y que se ha engrandecido cuanto más se ha puesto al servicio del bien común y también cuanto más se ha alejado de la confrontación y del garrotazo goyesco.

En ese reconocimiento va una crítica implícita a quienes creen que la historia ha comenzado con ellos (la historia del ombligo) y pretenden hacer política a martillazos, renegando de nuestro pasado y repitiendo simplezas como “adiós 1978, hola 2015”. Un pueblo sin raíces, o en permanente reinvención de sus cimientos, es un pueblo sin solidez, sin arraigo y, por lo tanto, sin brotes verdes ni futuro.

Ahora bien, tan pernicioso es, en este caso, aborrecer cuanto hicieron nuestros padres como poner la Carta Magna en un altar e hincar la rodilla ante ella. Santos y pecadores somos nosotros, los que transitamos en este valle político de gozos y de lágrimas; la Constitución bastante tiene con ser un instrumento, tanto mejor en la medida en que consigamos que siga siendo un medio que sirva a buen fin. Nosotros, sin complejos, celebramos su cumpleaños, brindamos con cava, y le deseamos que cumpla muchos más, pero santificar, santificamos el domingo, porque es sin el domingo sin lo que no podemos vivir.