El Puente de la Inmaculada fue la fecha elegida por muchas familias para empezar a decorar sus hogares con motivos navideños. No suele faltar el árbol, lleno de luz y color. Y no falta en muchos hogares el Belén, el Nacimiento, como representación de la escena de la venida de Dios hecho hombre en la humildad de un pesebre. Es bonito poder mantener nuestras arraigadas tradiciones navideñas. Ellas forman parte del patrimonio de nuestra fe y de nuestra cultura. Fomentarlas significa mantener vivo el espíritu de los momentos iniciales de una bella historia de vida y salvación: la que nos ofrece Jesús desde su humilde pesebre. Parémonos a reflexionar juntos sobre cada una de sus escenas, y veamos la simbología que encierran:

El Portal de Belén. El Hijo de Dios, pese a su grandeza, ha venido al mundo en medio de la más absoluta pobreza, en el silencio y la soledad del campo, pobre entre los pobres. La celebración de la Navidad no nos propone únicamente valores como la humildad y la pobreza del Señor, su benevolencia y amor a los hombres; sino que más bien es la invitación a dejarse transformar por el mismo Dios hecho carne. En este Niño, Dios se ha hecho tan próximo a cada uno de nosotros, tan cercano, que podemos tratarlo de “Tú” y mantener con Él una relación de profundo afecto, como hacemos cuando nos encontramos con un recién nacido.

El anuncio del Ángel a los pastores. Aquellos trabajadores del campo recibieron el anuncio del Ángel de que había nacido su Salvador. En medio de la oscuridad de la noche, la luz les ilumina, comunicándoles la Buena Nueva. Tras el miedo inicial y el temor de Dios, los pastores escuchan las palabras de su mensajero. Tras esto, un coro del ejército celestial entona el Gloria, deseando la paz entre los hombres. Los pastores comprenden así que el Mesías tanto tiempo deseado, estaba allí, entre ellos, los más humildes. Ahora piensa: ¿sentimos nosotros necesidad de un Salvador?

Los pastores van a adorar al Niño. Después de las palabras del Ángel, aquellos mismos pastores emprenden raudos una marcha para ver a su Mesías. Quieren contemplarlo con sus ojos, pero también quieren servirle, adorarle, ponerse a sus pies. Al final del camino, siempre está María con el Niño sobre su regazo. Ella de verdad es “refugio de los pecadores”. Ahora todos somos pastores. No es necesario llevar ante el altar un cordero, leche o miel. Adoración es un estilo de vida, una actitud nuestra: ¿cómo reaccionamos nosotros ante la presencia de Dios?

La Estrella. Cada Belén tiene su estrella: aquella que guio a los Magos de Oriente hasta el pesebre para adorar al Niño Dios. La estrella nos ilumina a todos “en la noche oscura del alma”, en expresión de San Juan de la Cruz. Su presencia en los Nacimientos es crucial: este astro celeste representa la fe que guía la vida de todo cristiano. Anuncia la Buena Nueva y nos libra de las oscuridades, conduciéndonos hasta la luz más poderosa: la luz de Jesús.

Los Reyes Magos. Para los niños, son los grandes protagonistas de estas fechas. El espíritu consumista que mueve a la sociedad ha acabado por desfigurar el sentido de la presencia de los Magos en la historia de la Natividad. No sólo la gente sencilla quiso adorar a Dios, también los poderosos representantes de las grandes naciones quisieron postrarse ante Jesús en el pesebre. Guiados por la estrella, partieron desde lejanas tierras hasta Belén. No les importó la distancia, ni lo cansado del viaje: querían mostrar sus respetos al Rey de Reyes. Esos personajes no son los últimos, sino los primeros de la gran procesión de aquellos que, a lo largo de las épocas de la Historia, saben reconocer el mensaje de la estrella, y saben encontrar, así, a Aquel que, siendo aparentemente débil y frágil, sin embargo tiene el poder de regalar el gozo más grande al corazón del hombre. Estemos atentos a nuestra estrella de Belén, como estuvieron los Magos.

El castillo de Herodes. Herodes representa la maldad humana: nuestras envidias, nuestro espíritu vengativo, nuestra soberbia. Herodes era vengativo y, al enterarse del posible nacimiento del Mesías, desencadenó una matanza de niños para que nadie pudiera amenazar su trono o el de sus sucesores. Dios acaba de llegar al mundo y el mundo organiza ya su persecución. ¡Así de ciegos estamos en ocasiones los hombres! Los inocentes son los primeros mártires de la Iglesia, pues dieron su vida por Jesús. A nosotros se nos pide que seamos también, en cierto sentido mártires, testigos del amor de Dios. ¿Seríamos capaces de llevar nuestra fe hasta las últimas consecuencias?