Tribunas

El tira y afloja entre Arabia Saudí e Irán o la escisión imperecedera del islam

Pilar González Casado
Profesora Agregada a la Cátedra de Literatura árabe cristiana de la Universidad San Dámaso.

Irán ha señalado a Arabia Saudí como responsable del bombardeo de su embajada en el Yemén y ha anunciado que presentará un informe ante la ONU para inculpar al reino saudí. Anteriormente, se había producido un asalto a la embajada saudí en Teherán como protesta por la ejecución del reformista chiita Nimr Baquir al-Nimr, de nacionalidad saudí, acusado de pertenencia a un grupo terrorista. El líder supremo iraní, Ali Jamenei, le homenajeó a título póstumo en su cuenta de Twitter.

Desde que el año pasado la República Islámica de Irán firmara el pacto nuclear, la tensión entre el antiguo estado persa y el reino saudí se ha intensificado cada vez más. Este tira y afloja entre las dos potencias islámicas no está sólo ligado a factores económicos y políticos, sino también a factores religiosos. Es la manifestación contemporánea de un conflicto irresoluto entre los sucesores de Mahoma que nació en el siglo VII, el de la lucha por la legitimidad del poder, y que dividió a sus seguidores en sunitas y chiitas. El desacuerdo sobre las condiciones que debía reunir el sucesor legítimo del Profeta escindió el islam en estos dos grupos. Los sunitas veían su sucesor en el califa como mero soberano temporal, cuya misión era proteger la religión a través del Estado. Los chiitas, por el contrario, más esotéricos, pero no por ello menos ligados al poder temporal, consideraban al imán (el guía de la comunidad de fieles), guiado por Dios, su sucesor. Adornado con privilegios sobrehumanos, poseía la impecabilidad, la infalibilidad y el conocimiento del sentido oculto del islam, que Mahoma transmitió a Alí, ancestro de los imanes, y este a sus descendientes, junto con la interpretación correcta del Corán y de la Tradición. La victoria política fue para los sunitas que se convirtieron en el islam mayoritario. Actualmente son el 90% de los musulmanes y dominan en Siria, más de la mitad de Iraq, parte de Turquía, Jordania, Arabia Saudí, Egipto, Sudán, Emiratos Árabes, Qatar y Kuwait. El islam chiita, el 10% restante, establecido como religión oficial de la dinastía persa safaví en el siglo XVI, es mayoritario en Irán, El Líbano, parte de Iraq, del Yemen y de Turquía. Algunas de las características clásicas de los imanes chiitas son reconocibles en los ayatolás modernos.

Hace ya unas cuantas décadas, la pluma del jesuita e islamólogo F. M. Pareja, en La religiosidad musulmana, describió las causas de la escisión original del islam con palabras válidas para el presente: «La efímera unidad inicial del islam naufragó, no en escollos de controversias teológicas, sino en litigios de ambiciones mundanas, despertadas por la cuestión de la herencia política de Mahoma, las cuales latentes durante los tres primeros califatos, desbordaron luego toda su represada violencia en las luchas por el poder supremo». Con el devenir de la historia, la lucha ancestral entre sunitas y chiitas por ostentar el poder legítimo del islam ha evolucionado en una guerra imperecedera y fría y, en ocasiones, también «caliente», por obtener la hegemonía del islam y su dirección. Irán y Arabia Saudí lideran respectivamente el chiismo y el sunismo. Cada uno tensa uno de los extremos de la soga en su pugna por dirigir el islam. La cuerda se puede romper irremediablemente y arrastrar consigo la paz, si sunitas y chiitas no intuyen antes que las ambiciones mundanas transcienden el ámbito del hecho religioso. Si una religión es verdadera, no necesita ni de reinos ni de repúblicas ni de la impecabilidad de sus líderes para sostenerse en el tiempo. Todo lo contrario, que perdure sólida a pesar de los pecados de sus miembros, de las pruebas que padecen sus seguidores y, además, sin la protección del Estado, es señal inequívoca de su verdad y distiende cualquier tira y afloja.