El Papa ha querido centrar su discurso al Cuerpo Diplomático al inicio de 2016 en lo que ha calificado como “emergencia migratoria”, un fenómeno que desafía a la entera familia humana (un concepto aquilatado en el magisterio pontificio desde el pasado siglo, que no puede darse por descontado) y que está llamado a plasmar la fisonomía y los equilibrios internos de las sociedades en el inmediato futuro.
Francisco ha elegido un tono analítico y lleno de matices, consciente de que no existen soluciones simplistas y también del potencial desestabilizador del fenómeno, como estamos viendo estos días en Alemania tras los sucesos de Nochevieja en Colonia. Precisamente el Papa ha querido poner el foco en Europa, en lo que este fenómeno dramático supone de riesgo y de posibilidad para el Viejo Continente. “Muchos emigrantes procedentes de Asia y África ven a Europa como un referente por sus principios”, ha reconocido Francisco: la igualdad ante la ley, la inviolabilidad de la dignidad y la igualdad de toda persona, el amor al prójimo sin distinción de origen y pertenencia, la libertad de conciencia y la solidaridad con sus semejantes. Valores que conectan con la raíz cristiana de la cultura europea, como ya explicó en sus discursos ante las instituciones de la Unión en Estrasburgo.
En este discurso el Papa pide prestar especial atención a las
implicaciones culturales del fenómeno migratorio, algo que suele
estar ausente o tener un perfil demasiado bajo en los reclamos de
muchas organizaciones que trabajan (a veces heroicamente) a pie de
calle con los inmigrantes y refugiados. Observa Francisco que el
extremismo y el fundamentalismo se ven favorecidos, no sólo por una
instrumentalización de la religión en función del poder, sino
también por la falta de ideales y la pérdida de la identidad,
incluso religiosa, que caracteriza dramáticamente a Occidente. La
crítica del pontífice se centra en esta pérdida de identidad que
algunos intelectuales identifican falazmente con la tolerancia.
Precisamente de este vacío, apunta el Papa, “nace el miedo que
empuja a ver al otro como un peligro y un enemigo, a encerrarse en
sí mismo, enrocándose en sus planteamientos preconcebidos”.
El fenómeno migratorio, por tanto, plantea un importante desafío
cultural, que no se puede dejar sin responder. Francisco advierte
que quienes son acogidos tienen el deber de respetar los valores,
las tradiciones y las leyes de la comunidad que los acoge; mientras
ésta es invitada a apreciar lo que cada emigrante puede aportar en
beneficio de toda la comunidad.
Un pasaje del discurso se refiere directamente a la encrucijada de
Europa ante la actual crisis migratoria, porque ante la magnitud de
los flujos y sus inevitables problemas asociados han surgido muchos
interrogantes sobre las posibilidades reales de acogida y adaptación
de las personas, sobre el cambio en la estructura cultural y social
de los países de acogida, así como sobre un nuevo diseño de algunos
equilibrios geopolíticos regionales. En ningún caso dice el Papa que
se trate de meros fantasmas, del mismo modo que reconoce que también
son relevantes los temores sobre la seguridad, exasperados por la
amenaza desbordante del terrorismo internacional.
Existe por tanto un riesgo real de que la actual ola migratoria
mine las bases del espíritu humanista que desde siempre Europa ha
amado y defendido. Y aquí es donde Francisco lanza un mensaje al
corazón de nuestra vieja y amada Europa: no podemos consentir que se
pierdan los valores y los principios de humanidad, de respeto por la
dignidad de toda persona, de subsidiariedad y solidaridad recíproca,
a pesar de que puedan ser, en ciertos momentos de la historia, una
carga difícil de soportar.
La invitación fuerte del Papa, en plena continuidad con los
llamamientos de sus predecesores, consiste en que Europa
inspirándose en su gran patrimonio cultural y religioso, defienda la
centralidad de la persona humana y encuentre un justo equilibrio
entre el deber moral de tutelar los derechos de sus ciudadanos, por
una parte, y por otra, el de garantizar la asistencia y la acogida
de los emigrantes. Un llamamiento lleno de realismo y sabiduría, que
nuestros gobernantes y nuestras sociedades, deberían escuchar en
esta hora difícil.