Tribunas

El valor humano y social de la religión

Juan Moya
Rector del Oratorio del Caballero de Gracia de Madrid

Hoy es frecuente encontrar personas que piensan que la religión no aporta gran cosa a la vida de las personas: simplemente unas creencias espirituales, más o menos abstractas y un cierto convencimiento de que después de la muerte hay "algo" que no sabemos muy bien en qué consiste. Pero para la vida de cada día, con sus alegrías y sus penas, sus problemas y sus ilusiones daría lo mismo ser creyente que no serlo, y el comportamiento de las personas ante unas y otras vicisitudes dependería de uno mismo, sin más, y así encontramos creyentes que no son especialmente modélicos, y no creyentes que uno desea imitar. Incluso hay quien piensa que la religión es, además, un obstáculo para la tolerancia y la convivencia en una sociedad tan plural como la nuestra en cuanto a convicciones religiosas.

¿Qué decir ante esto?, ¿es cierto que la religión no aporta nada o casi nada a la vida personal y a la convivencia social, y que puede llegar a ser un obstáculo..., y que por lo tanto, en el mejor de los casos da lo mismo ser creyente que no serlo? La respuesta a estos interrogantes la hacemos desde la religión cristiana, pues evidentemente no todas las religiones y creencias son iguales.

No vamos a entrar aquí en los ámbitos más estrictamente espirituales -aunque son esenciales-, como la vida de piedad, del trato personal con Dios en la oración y los sacramentos, y de la creencia en la vida eterna, meta última de la vida del hombre, con el premio o el castigo que le corresponda,  directamente relacionado con cómo haya vivido su paso por la tierra. Nos limitaremos a la repercusión que la fe debe tener en el comportamiento externo, en las relaciones humanas, en las obligaciones profesionales, etc, que son muchas e importantes.

Se podría resumir diciendo que la fe ha de ir acompañada de las obras, porque si no es una fe muerta; y las obras se extienden a todas las dimensiones de la persona. Y también recordando que el amor a Dios requiere inseparablemente el amor al prójimo.

De estos dos principios fundamentales se derivan multitud de consecuencias para la vida diaria del creyente. Sus creencias le "obligan" e impulsan a ser un ciudadano ejemplar en todas sus obligaciones.

La persona que parte de estos principios básicos sabe que vivir de cara a Dios implica cumplir bien sus deberes familiares, profesionales, etc., que son una parte importantísima de lo que Dios espera de él. Este es sin duda un motivo fuerte con el que cuenta el cristiano para dar a su vida un sentido de servicio a los demás.

Indudablemente este empeño tiene que llevar consigo actuar con rectitud de intención, buscando sinceramente la verdad y el bien de todos, sin dejarse llevar de intereses menos nobles, sin ceder a presiones que tal vez podrían reportarle beneficios materiales pero que si es a costa de lesionar la justicia, derechos de terceros u otros principios morales no le interesarán.

Por eso el cristiano debe esmerarse en ser un profesional responsable, trabajador, competente, honrado, sincero; amable y servicial; comprensivo con los defectos ajenos; capaz de perdonar y de pedir perdón. No debe caer en murmuraciones; debe tener la nobleza, con prudencia y oportunidad, de hablar con las personas para ayudarles a mejorar o corregir lo que convenga, pero nunca hablar mal a las espaldas.

En el ámbito de las opiniones o preferencias políticas, puede y debe tener su propia opinión, pero ha de ser capaz de entenderse con personas que piensen de modo distinto a él, aunque se trate de posturas que se alejen de aspectos importantes de la Doctrina Social de la Iglesia: no verá en ellos un enemigo, sino una persona a la que debe respetar aunque piense que está equivocado en aspectos morales importantes. Será tolerante con las personas, aunque no lo sea con el error (no en temas opinables, sino en lo que vaya contra la dignidad de la persona y la ley natural). Por el derecho de todos a la libertad religiosa, respetará la posible increencia de otros, pero exigirá también que se respeten las convicciones religiosas de los creyentes, sin que lo uno y lo otro supongan una discriminación profesional, social o política.

Sin duda estas y otras cualidades humanas semejantes pueden y deben vivirlas todas las personas de buena voluntad, al margen de sus convicciones religiosas. Pero es cierto también que la fe cristiana es un refuerzo y una ayuda en el cumplimiento de las obligaciones humanas, en todos los ámbitos de la vida. Es la motivación más fuerte que tiene un cristiano, la más alta, la más desinteresada: servir a los demás con el propio trabajo, por amor al prójimo y por amor a Dios. De aquí la gran responsabilidad que tiene un cristiano de esforzarse en vivir de modo coherente con su fe, sin limitarse a ser cristiano de nombre -"cristiano de salón", como dice el Papa-, sino de corazón.