En el contexto de la histórica Declaración conjunta de La Habana, firmada el pasado viernes por el Papa Francisco y el Patriarca de Moscú, ofrecemos el prólogo que Mons. Martínez Camino escribió al libro del propio Patriarca ortodoxo Cirilo sobre “Libertad y responsabilidad …”. El texto firmado en noviembre de 2013 no ha perdido un ápice de actualidad. Al contrario, leído ahora, en la estela de lo acontecido en la última semana, recobra todo su interés, nos descubre una pequeña parte de la humilde y callada aportación que la Iglesia en España ha llevado, y sigue llevando, a cabo en ese camino ecuménico en pos de la Unidad, y supone un jugoso aperitivo a la reseña del libro que en breve publicaremos aquí en UNOMASDOCE.

Prólogo de Mons. Martínez Camino al libro “Libertad y responsabilidad: a la búsqueda de la armonía. Derechos humanos y dignidad de la persona”, del Patriarca de Moscú, Cirilo.
La obra está publicada en la Editorial Nuevo Inicio,
Granada 2014

La lectura de este libro del Patriarca Cirilo, de Moscú, que tanto me honra prologar, ha constituido para mí un placer, un estímulo y una grandísima satisfacción. Un placer, por la belleza y claridad de su escritura; un estímulo, por la clarividencia y la hondura de sus análisis y argumentos; y una gran satisfacción, por el aliento espiritual, apostólico y ecuménico, de vibrante actualidad, que transmiten sus páginas.

El libro recoge una serie de escritos del periodo inmediatamente anterior a la elección del Autor como Patriarca, en 2009, es decir, de los años 2000 al 2008, con la excepción del dedicado a “La unidad de la Iglesia y la renovación de la Humanidad”, que es el texto de una conferencia pronunciada en Budapest en 1987.

Era el tiempo en el que desempeñaba el oficio de Presidente del Departamento de Relaciones Exteriores del Patriarcado de Moscú, durante el cual desplegó una gran actividad llevando la voz de la Iglesia ortodoxa rusa, tanto a diversos foros teológicos y ecuménicos, como también a importantes instituciones políticas internacionales, como el Consejo de Europa, en Estrasburgo, el año 2006; la UNESCO, en París, el año 2007; y el Consejo para los derechos humanos de la ONU, en Ginebra, el año 2008. Los discursos pronunciados en aquellas ocasiones se pueden leer en esta publicación. En todos ellos se propone con rigor intelectual y admirable coraje la deseada aportación de la Iglesia ortodoxa rusa para un presente y futuro de Europa y de la Humanidad en justicia y paz. A la reflexión y clarificación de tal empeño se dedicó el X Concilio mundial popular ruso, reunido en Moscú en abril de 2006 para tratar sobre “La fe, la persona y la tierra: la misión de Rusia en el siglo XXI”, un acontecimiento en el que el entonces Metropolita de Smolenko y luego Patriarca jugó un relevante papel de dirección.

De aquel año 2006 data precisamente el prólogo que el Metropolita Cirilo escribió para la traducción al ruso de la Introducción al cristianismo de Joseph Ratzinger. Recomendaba con fuerza la lectura del libro, no porque su autor hubiera sido elegido Papa, sino porque lo consideraba “un gran amante y excelente conocedor de la Tradición de la Iglesia”, algo que según el ilustre prologuista y jerarca ortodoxo es hoy especialmente necesario si se quiere abrir el camino de la fe al hombre contemporáneo, herido por un modo de vida sin Dios.

El tema central del libro que el lector tiene en sus manos no es ése. No se trata aquí de una introducción a la fe cristiana, sino más bien de la aportación posible e incluso necesaria del cristianismo a la vida en sociedad del europeo de nuestros días. Pero el Autor está convencido de que sin un vivo amor por la Tradición y sin un claro conocimiento de ella, ni siquiera sería posible la fe y, por tanto, tampoco aportación sustancial alguna suya a la vida pública contemporánea. Es lo que ha pasado con las interpretaciones del cristianismo que han roto con el principio de Tradición y miran más a la adaptación a la mentalidad moderna que a lo original de la Revelación y de su transmisión en la Iglesia. En cambio, como confiesa el Autor, en este punto la Iglesia ortodoxa rusa encuentra en la Iglesia católica una Iglesia hermana que comparte el amor a la Tradición apostólica como fuente de la fe y del modo de vida cristianos.

El Patriarca Cirilo habla con legítimo orgullo en nombre de una Iglesia que ha sufrido, como ninguna otra en el siglo XX, la persecución desatada por un poder político inspirado en el inmanentismo antropocéntrico que, también bajo otros signos políticos, ha sido la causa principal de un inmenso sufrimiento para los pueblos de Europa. La Iglesia ortodoxa rusa, en efecto, gracias a su fidelidad heroica a la Tradición apostólica, con sus centenares de miles de mártires, de los cuales unos 1700 han sido ya canonizados, se ha convertido en una excepcional testigo del Evangelio para la Humanidad de nuestros días.

Desde ese amor bien probado al Evangelio, y, por tanto, también al ser humano, el Autor levanta su voz frente a una determinada ideología que se ha apropiado de los Derechos humanos y de su defensa, pero que, en realidad, pone en peligro la dignidad y la libertad de las personas. Se trata, según observa acertadamente, del mismo antropocentrismo que estaba en la base de los totalitarismos del siglo XX. Una ideología, a la contra del sentir mayoritario de los pueblos de Europa y del mundo, que pretende excluir de la vida pública toda referencia a Dios, a su santa Ley de amor y, en consecuencia, también al pecado. Precisamente para que los Derechos humanos no vuelvan a ser pisoteados de manera tan flagrante y masiva como ha sucedido en la Rusia y Europa del siglo pasado, es necesaria la aportación de todos aquellos que consideran que el ser humano no se debe sólo a sí mismo, sino que es portador de una real referencia a la Divinidad, que no le constriñe y esclaviza, sino que, por el contrario, le abre a una libertad divina.

El Patriarca propone insistentemente el diálogo. Es necesario que las instituciones encargadas de velar por los Derechos humanos no sucumban a la ilusión antropocéntrica. La dimensión religiosa de la vida humana no puede ser tratada como si fuera un elemento de la vida privada absolutamente irrelevante para la configuración de los cauces públicos de la convivencia. Cierto: es también necesario mantener la distinción entre lo público y lo privado, porque, frente a los radicalismos religiosos, se ha de respetar la libertad de la fe, como Dios mismo la respeta. El Estado – repite el Autor – no sancionará una determinada confesión religiosa (será aconfesional), ni penalizará, por ejemplo, la infidelidad de los esposos o las relaciones entre personas del mismo sexo. Pero la distinción entre vida personal y vida pública no autoriza a suponer – como hace el secularismo antropocéntrico de nuestros días, sin razón alguna suficiente – que lo público sea un lugar donde se “crean” derechos y se imponen obligaciones basados exclusivamente en una capacidad ciudadana de decidir expurgada de toda referencia religiosa y moral. Por ese camino, los Derechos humanos se convierten en una excusa para la arbitrariedad. Es necesario salvar los Derechos humanos del secuestro de la arbitrariedad antropocéntrica, porque son una conquista preciosa para salvaguardar a la persona de los abusos del poder. ¿Cómo? Por el camino del diálogo entre las instituciones democráticas, encargadas de velar por tales Derechos, y las instituciones religiosas, que mantienen la memoria de la Ley divina y de la moral natural.

En el diálogo institucionalizado entre la religión y la política se trata de encontrar los caminos que permitan que la distinción entre lo público y lo privado no degenere en separación o contraposición entre ambas esferas. Hay que conjugar la libertad formal de decidir con la libertad material de elegir lo Bello, lo Bueno y lo Verdadero. La mera capacidad de decidir, que el secularismo ofrece como base única o principal de los Derechos humanos, acaba por volverse contra la belleza, la bondad y la verdad de la vida de los hombres y de los pueblos.

Son estas grandes cuestiones de fondo las que subyacen al debate sobre asuntos tan relevantes como la definición jurídica del matrimonio, la defensa legal de la vida de los que van a nacer o el de quién sea el sujeto primero de la educación de la conciencia de los ciudadanos. En España el diálogo público sobre estos asuntos no ha sido precisamente amplio ni profundo. Las reflexiones del Patriarca son de gran interés para nosotros. Son ciertamente las de un líder religioso. Pero su argumentación no se halla nada lejos de la que hemos oído a un filósofo poco sospechoso de supuestos prejuicios religiosos, como es Jürgen Habermas. Sería muy interesante comparar la propuesta del Patriarca con la que el pensador alemán hizo el año 2002 al recibir el premio de los libreros alemanes en Frankfurt del Main. El diálogo abierto y constructivo entre el pensamiento laico y el religioso es una exigencia de la propia filosofía de la razón comunicativa. También lo es de la razón de lógos divino que brilla en la mente humana.