Martín Buber diría de nuestros días, de nuestro Getsemaní, que estamos en el “el eclipse de Dios”. ¿Quién puede mantenerse despierto en esta noche? ¿Acaso Dios no ha hablado con el lenguaje de los “actos de amor”? ¿Es el silencio, el silencio de Dios, abandono, desasimiento, desarraigo, despreocupación?

El cardenal Giuseppe Siri escribió, en su profética obra “Getsemaní”: “Ésta es la puerta del santuario por la cual la Historia recobra su verdadero rostro y su verdadero orden, en el entendimiento y en la conciencia del hombre liberado. Es el santuario donde se cumplió espiritualmente la soledad, la ofrenda suprema, para que el hombre cada vez único y toda la estirpe de los hombres puedan recobrar el orden eterno de su creación y para que tengan así la posibilidad de entrar por gracia en la alegría de la contemplación directa al Creador.

Sólo en el huerto de Getsemaní la teología puede librarse de toda vana dilección intelectual, de toda letra muerta y de todo esquema de pensamiento petrificado, de toda aridez del corazón, de toda ilusión de autonomía y de todo entorpecimiento de febril actividad naturalista. Sólo allí el entendimiento y la voluntad son liberados por la verdad según la palabra de Cristo, porque allí el Redentor en su intimidad humana, con todo su amor divino, vivió la Cruz de la historia de los hombres”.

Fray Luis de Granada, en su “Pasión de Nuestro Señor Jesucristo” se pregunta: “¿Qué haces, ánima mía, qué piensas? No es ahora tiempo de dormir. Ven conmigo al huerto de Getsemaní, y allí oirás y verás grandes misterios. Allí verás cómo se entristece la alegría, y teme la fortaleza, y desfallece la virtud, y se confunde la majestad, y se estrecha la grandeza, y se anubla y oscurece la gloria”.

Vayamos a Getsemaní, por tanto, acompañemos al Divino Redentor en sus horas de agonía. Fijémonos, no en el sueño de los hombres, de la razón, de los que acompañaron a Cristo, sino en la agonía del crucificado resucitado, prisionero de la santa agonía que diría Bernanos.

Ya lo dijo santa Teresa de Jesús: “Muchos años, las más de las noches, antes de que me durmiese, siempre pensaba un poco en la oración del huerto, aun desde que no era monja, porque me dijeron que se ganaban muchos perdones; y tengo para mi que por ahí mucho ganó mi alma, porque comencé a tener oración sin saber lo que era y ya la costumbre tan ordinaria me hacía no dejar esto como el no dejar de santiguarse para dormir”.

Nos desconcierta la naturalidad de los evangelistas. Y su objetivismo. Es, quizá, el sueño de la razón, el vuelo de la pluma que quiere ser creíble y hacerse creíble, convencer. Es el sueño de la razón frente a la santa agonía del corazón.