Servicio diario - 26 de marzo de 2016


 

El Papa pide no caer en la terrible trampa de ser cristianos sin esperanza
Rocío Lancho García | 26/03/16

(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- ¿Qué pensamientos bullían en la mente y en el corazón de Pedro mientras corría hacia el sepulcro? Con esta pregunta inició el Santo Padre la homilía de la celebración de la Vigilia Pascual, en la Basílica de San Pedro. El rito inició en el atrio de la Basílica con la bendición del fuego y la preparación del cirio pascual. Mientras la Basílica estaba completamente a oscuras, Francisco caminó por el pasillo central hasta llegar al altar llevando el cirio en sus manos, hasta que finalmente, se encendieron las luces.
A continuación, inició Liturgia de la Palabra y prosiguió la Liturgia Bautismal. Y es que en la Pascua del Sábado Santo, como es tradicional, el Santo Padre administra los sacramentos de iniciación cristiana a 12 catecúmenos, este año procedentes de Italia, Albania, Camerún, Corea, India y China. Entre ellos, el embajador de Corea del Sur ante Italia y su mujer cuyos padrinos son los embajadores ante la Santa Sede.
Durante la homilía, el papa Francisco explicó que en el corazón de Pedro había duda junto con muchos sentimientos negativos: la tristeza por la muerte del Maestro amado y la desilusión por haberlo negado tres veces durante la Pasión.
Pero, observó el Pontífice, hay un detalle que marca un cambio. “No se quedó sentado a pensar, no se encerró en casa como los demás. No se dejó atrapar por la densa atmósfera de aquellos días, ni dominar por sus dudas; no se dejó hundir por los remordimientos, el miedo y las continuas habladurías que no llevan a nada”. Es decir, Pedro “buscó a Jesús, no a sí mismo”. Por eso, el Santo Padre aseguró que este fue el comienzo de la ‘resurrección’ de Pedro, la resurrección de su corazón. “Sin ceder a la tristeza o a la oscuridad, se abrió a la voz de la esperanza: dejó que la luz de Dios entrara en su corazón sin apagarla”, aseveró el Papa.
Asimismo, Francisco recordó que “tampoco nosotros encontraremos la vida si permanecemos tristes y sin esperanza y encerrados en nosotros mismos”. De ahí su invitación a abrir “al Señor nuestros sepulcros sellados, para que Jesús entre y lo llene de vida” y a llevar “las piedras del rencor y las losas del pasado, las rocas pesadas de las debilidades y de las caídas”.
Al respecto, el Santo Padre quiso subrayar que Dios desea “venir y tomarnos de la mano”, para “sacarnos de la angustia”. Pero –advirtió– la primera piedra que debemos remover esta noche es la falta de esperanza que nos encierra en nosotros mismos. De este modo, Francisco pidió que el Señor “nos libre de esta terrible trampa de ser cristianos sin esperanza, que viven como si el Señor no hubiera resucitado y nuestros problemas fueran el centro de la vida”.
En esta misma línea, precisó que en esta noche hay que iluminar los problemas con la luz del Resucitado, en cierto modo hay que “evangelizarlos”. Por eso, el Santo Padre invitó a no permitir que la oscuridad y los miedos atraigan la mirada del alma y se apoderen del corazón. Jesús –recordó– es nuestra mayor alegría, siempre está a nuestro lado y nunca nos defraudará.
Y este es el fundamento de la esperanza, “que no es simple optimismo, y ni siquiera una actitud psicológica o una hermosa invitación a tener ánimo”. El Papa aseguró que “la esperanza cristiana es un don que Dios nos da si salimos de nosotros mismos y nos abrimos a él”. De este modo, precisó que el Espíritu Santo “no hace que todo parezca bonito”, “no elimina el mal con una varita mágica”, sino que “infunde la auténtica fuerza de la vida, que no consiste en la ausencia de problemas”, sino en la seguridad de que “Cristo siempre nos ama y nos perdona”.
Además, el Santo Padre precisó que olvidándonos de nosotros mismos, como siervos alegres de la esperanza, “estamos llamados a anunciar al Resucitado con la vida y mediante el amor”.
Para alimentar nuestra esperanza, el Papa retoma lo que propone la liturgia de esta noche, que “nos enseña a hacer memoria de las obras de Dios”. La Palabra viva de Dios –reconoció– es capaz de implicarnos en esta historia de amor, alimentando la esperanza y reavivando la alegría.
Para finalizar la homilía, el Santo Padre invitó a abrirse a la esperanza y ponerse en camino. “Que el recuerdo de sus obras y de sus palabras sea la luz resplandeciente que oriente nuestros pasos confiadamente hacia la Pascua que no conocerá ocaso”, concluyó.

Leer aquí la homilía completa





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Una estatua de “Jesús sintecho” en el Vaticano
Redaccion | 26/03/16

(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- Una estatua de bronce de un Jesús sintecho ha sido colocada en el patio de San Egidio en el Vaticano, precisamente en la entrada de las oficinas de la Limosnería Apostólica, durante la Semana Santa del Año de la Misericordia. La obra hiperrealista ha sido realizada por el escultor canadiense Timothy P. Schmalz, el mismo artista autor del Jesús mendicante que está en la entrada principal del Hospital Santo Espíritu de Roma.
De tamaño natural, la escultura representa a Cristo como un sintecho acostado en un banco, cubierto totalmente por una manta, con solo los pies que sobresalen marcados por los clavos de la crucifixión. El artista se ha inspirado para su trabajo en un sintecho que vio durmiendo en un banco al descubierto durante las fiestas de Navidad. “Cuando vemos a los marginados deberíamos ver a Jesucristo”, ha escrito el autor, “en la persona del pobre y de los últimos está el rostro y la presencia del Cristo”.
En noviembre de 2013, durante una audiencia general en la plaza de San Pedro, Schmalz tuvo la oportunidad de presentar al papa Francisco una copia en formato reducido del Jesús sintecho. “Cuando el Pontífice vio la obra –contó a los medios americanos– tocó las rodillas y los pies y rezó. El papa Francisco está haciendo precisamente esto, acercarse a los marginados”.
La estatua donada por la Limosnería Apostólica, por iniciativa del mismo escultor, está fundida en bronce del original y es la donación de un mecenas canadiense, que fue el primero en apoyar a Schmalz, cuando tenía apenas 20 años.
El primer ejemplar del Jesús fue colocado en 2013 en Toronto, en el Regis College, Facultad de teología de los jesuitas. Otros ejemplares se encuentran ya en varios lugares del mundo: Australia, Cuba, India, Irlanda, España y Estados Unidos. Y en este momento está en proceso la colocación en otros países como Argentina, Chile, Brasil, México, Sudáfrica, Polonia.





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Vía Crucis del limosnero apostólico con los pobres de Roma
Redaccion | 26/03/16

(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- En la tarde del Viernes Santo, mientras miles de personas participaban en el Vía Crucis en el Coliseo con el papa Francisco, el limosnero apostólico acompañado por algunos de sus colaboradores y voluntarios y algunas personas sin hogar que residente en al albergue “Don de Misericordia” se dirigió por las calles de Roma en unión espiritual con el Vía Crucis del Santo Padre.
A las personas que se encontraron durmiendo por la calle se les entregaron sacos de dormir y un pequeño regalo –”una caricia”– de parte del Papa. Así fue el Vía Crucis por la Ciudad Eterna, con unas 100 estaciones, y que concluyó después de la media noche.
Esta tradición comenzó hace dos años. En ese momento el limosnero explicó que la iniciativa se tomó después de escuchar la meditación del padre Raniero Cantalamessa en la Celebración de la Pasión de Viernes Santo, en la que el predicador de la Casa Pontificia denunció la idolatría del dinero.





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Texto completo de la homilía del Papa en la Vigilia Pascual
Redaccion | 26/03/16

Publicamos a continuación la homilía del Santo Padre en la celebración de la Vigilia Pascual
«Pedro fue corriendo al sepulcro» (Lc 24,12). ¿Qué pensamientos bullían en la mente y en el corazón de Pedro mientras corría? El Evangelio nos dice que los Once, y Pedro entre ellos, no creyeron el testimonio de las mujeres, su anuncio pascual. Es más, «lo tomaron por un delirio» (v.11). En el corazón de Pedro había por tanto duda, junto a muchos sentimientos negativos: la tristeza por la muerte del Maestro amado y la desilusión por haberlo negado tres veces durante la Pasión. Hay en cambio un detalle que marca un cambio: Pedro, después de haber escuchado a las mujeres y de no haberlas creído, «sin embargo, se levantó» (v.12). No se quedó sentado a pensar, no se encerró en casa como los demás. No se dejó atrapar por la densa atmósfera de aquellos días, ni dominar por sus dudas; no se dejó hundir por los remordimientos, el miedo y las continuas habladurías que no llevan a nada. Buscó a Jesús, no a sí mismo. Prefirió la vía del encuentro y de la confianza y, tal como estaba, se levantó y corrió hacia el sepulcro, de dónde regresó «admirándose de lo sucedido» (v.12). Este fue el comienzo de la «resurrección» de Pedro, la resurrección de su corazón. Sin ceder a la tristeza o a la oscuridad, se abrió a la voz de la esperanza: dejó que la luz de Dios entrara en su corazón sin apagarla.
También las mujeres, que habían salido muy temprano por la mañana para realizar una obra de misericordia, para llevar los aromas a la tumba, tuvieron la misma experiencia. Estaban «despavoridas y mirando al suelo», pero se impresionaron cuando oyeron las palabras del ángel: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» (v.5).
Al igual que Pedro y las mujeres, tampoco nosotros encontraremos la vida si permanecemos tristes y sin esperanza y encerrados en nosotros mismos. Abramos en cambio al Señor nuestros sepulcros sellados, cada uno de nosotros los conoce, para que Jesús entre y lo llene de vida; llevémosle las piedras del rencor y las losas del pasado, las rocas pesadas de las debilidades y de las caídas. Él desea venir y tomarnos de la mano, para sacarnos de la angustia. Pero la primera piedra que debemos remover esta noche es ésta: la falta de esperanza que nos encierra en nosotros mismos. Que el Señor nos libre de esta terrible trampa de ser cristianos sin esperanza, que viven como si el Señor no hubiera resucitado y nuestros problemas fueran el centro de la vida.
Continuamente vemos, y veremos, problemas cerca de nosotros y dentro de nosotros. Siempre los habrá, pero en esta noche hay que iluminar esos problemas con la luz del Resucitado, en cierto modo hay que «evangelizarlos». Evangelizar los problemas. No permitamos que la oscuridad y los miedos atraigan la mirada del alma y se apoderen del corazón, sino escuchemos las palabras del Ángel: el Señor «no está aquí. Ha resucitado» (v.6); Él es nuestra mayor alegría, siempre está a nuestro lado y nunca nos defraudará.
Este es el fundamento de la esperanza, que no es simple optimismo, y ni siquiera una actitud psicológica o una hermosa invitación a tener ánimo. La esperanza cristiana es un don que Dios nos da si salimos de nosotros mismos y nos abrimos a él. Esta esperanza no defrauda porque el Espíritu Santo ha sido infundido en nuestros corazones (cf. Rm 5,5). El Paráclito no hace que todo parezca bonito, no elimina el mal con una varita mágica, sino que infunde la auténtica fuerza de la vida, que no consiste en la ausencia de problemas, sino en la seguridad de que Cristo, que por nosotros ha vencido el pecado, la muerte y el temor, siempre nos ama y nos perdona. Hoy es la fiesta de nuestra esperanza, la celebración de esta certeza: nada ni nadie nos podrá apartar nunca de su amor (cf. Rm 8,39). El Señor está vivo y quiere que lo busquemos entre los vivos. Después de haberlo encontrado, invita a cada uno a llevar el anuncio de Pascua, a suscitar y resucitar la esperanza en los corazones abrumados por la tristeza, en quienes no consiguen encontrar la luz de la vida. Hay tanta necesidad de ella hoy. Olvidándonos de nosotros mismos, como siervos alegres de la esperanza, estamos llamados a anunciar al Resucitado con la vida y mediante el amor; si no es así seremos un organismo internacional con un gran número de seguidores y buenas normas, pero incapaz de apagar la sed de esperanza que tiene el mundo.
¿Cómo podemos alimentar nuestra esperanza? La liturgia de esta noche nos propone un buen consejo. Nos enseña a hacer memoria, hacer memoria de las obras de Dios. Las lecturas, en efecto, nos han narrado su fidelidad, la historia de su amor por nosotros. La Palabra viva de Dios es capaz de implicarnos en esta historia de amor, alimentando la esperanza y reavivando la alegría. Nos lo recuerda también el Evangelio que hemos escuchado: los ángeles, para infundir la esperanza en las mujeres, dicen: «Recordad cómo [Jesús] os habló» (v.6). Hacer memoria de las palabras de Jesús, hacer memoria de todo lo que ha hecho en nuestra vida. No olvidemos su Palabra y sus acciones, de lo contrario perderemos la esperanza y nos convertiremos en cristianos sin esperanza; hagamos en cambio memoria del Señor, de su bondad y de sus palabras de vida que nos han conmovido; recordémoslas y hagámoslas nuestras, para ser centinelas del alba que saben descubrir los signos del Resucitado.
Queridos hermanos y hermanas, ¡Cristo ha resucitado! Y nosotros tenemos la posibilidad de abrirnos y recibir su don de esperanza. Abrámonos a la esperanza y pongámonos en camino; que el recuerdo de sus obras y de sus palabras sea la luz resplandeciente que oriente nuestros pasos confiadamente hacia la Pascua que no conocerá ocaso.

© Copyright – Libreria Editrice Vaticana





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Beato Francisco Faà di Bruno – 27 de marzo
Isabel Orellana Vilches | 26/03/16

(ZENIT – Madrid).- Francisco fue objeto de discriminación por ciertos colegas cargados de prejuicios. Juzgaron poco menos que imposible que un hombre de Dios, que confesaba abiertamente la fe, a pesar de ser inventor, escritor, políglota, brillante investigador, dominar diversas ciencias, etc., pudiera tener el rigor intelectual que únicamente apreciaban en los no creyentes. Así que hicieron todo lo posible para que se le cerraran las puertas académicas.
Nació en Alessandría, Piamonte, Italia, el 29 de marzo de 1825. Era el último de doce hermanos. Sus padres, el marqués Ludovico Faà de Bruno y la noble Carolina Sappa proporcionaron a todos una excelente educación. Francisco tenía grandes cualidades e inclinación singular por las matemáticas, disciplina que estudió con verdadera satisfacción. En el colegio de los padres somascos, en el que ingresó en 1834 una vez fallecida su madre, recibió formación durante cuatro años. Y en 1840 emprendió la carrera militar en Turín. Cuando el rey Víctor Manuel II le encomendó la educación de sus hijos viajó a París, lo cual le permitió completar estudios matemáticos.
La corte, con su ambiente plagado de anticlericalismo, le desagradó; no encajaba con su sensibilidad espiritual. En París tuvo como maestro al católico Cauchy, y al codescubridor del planeta Neptuno, profesor Leverrier. Por otro lado, su asidua presencia en la iglesia de San Sulpicio propició su implicación en las Conferencias de San Vicente de Paúl, y le dio la oportunidad de conocer a su fundador Federico Ozanam. Prestó servicios en el cuerpo de ingenieros del ejército italiano, y obtuvo el grado de capitán.
Uno de los trabajos que le encomendaron, una vez liberado de su responsabilidad de preceptor de los hijos del monarca, tuvo que ver con la cartografía, para lo cual fue enviado a los Apeninos. Allí se retiró definitivamente del ejército en 1853 eludiendo un duelo al que le empujaban sin desearlo. Tres años más tarde, en París se doctoraba en ciencias matemáticas. En 1856 obtenía este grado en astronomía en la prestigiosa universidad de la Sorbona. En esa época sus esfuerzos por vincular fe y ciencia eran notables. Después, regresó a Turín y ejerció la docencia universitaria. Impartió matemáticas por indicación de su obispo, y tuvo la magnífica visión de transmitir a sus alumnos la profunda convicción que le animó. Aunando la fe con la ciencia, les hacía ver que ésta no se opone a la fe sino que la ilumina.
Plasmó sus investigaciones en artículos escritos en francés, inglés y alemán. En total cuarenta, que fueron publicados en las revistas científicas de Europa y América más influyentes y rigurosas que había en el mundo, algo que no se halla a la mano de cualquiera. Su existencia estuvo signada por la idea de no perder jamás el tiempo, «ni un minuto». Leía, estudiaba, se interesaba por todas las ramas del saber y los avances técnicos. No era cuestión de simple inquietud o afán de hacer acopio de valiosa información. Francisco aplicaba lo que aprendía para mejorar las condiciones de vida de su tiempo. Y de hecho, inventó aparatos para la enseñanza de las ciencias físico-matemáticas y hasta un escritorio para ciegos con objeto de ayudar a una de sus hermanas. Compositor de melodías sagradas y autor de algunos libros de este cariz, fue también benefactor de los pobres a través de la Sociedad de San Vicente de Paúl; realizó constantes obras de caridad.
A él se debe la fundación en 1860 de la «Obra de Santa Zita» para la promoción de la mujer, a la que seguirían otras. En octubre de 1876, a sus 51 años de edad, se ordenó sacerdote en Turín, dando respuesta a un sentimiento espiritual. En su decisión pesó el consejo de Don Bosco que vio en ello un bien para su fundación. Ofició su primera misa en la iglesia Nuestra Señora del Sufragio de la localidad de San Donato, ideada y erigida por él. La construcción había comenzado en 1869 y justamente ese año de su ordenación concluyeron las obras.
En 1881 fundó la congregación de las Hermanas Mínimas de Nuestra Señora del Sufragio dedicada a la oración por las almas del Purgatorio, y las Hijas de Santa Clara para jóvenes discapacitadas. Este emporio contenía escuelas, laboratorio, enfermería, pensionado, liceo científico, entre otras. Había lugar para la infancia y juventud abandonada, madres solteras, ancianos, enfermos, inválidos… Adquirió en Benevello de Alba un castillo con el fin de predicar retiros espirituales, destinándolo a descanso veraniego de pensionistas y a impartir clases a niños del lugar. Fue alentado y bendecido por Pío IX, al que acudió ya que tuvo serias dificultades con el arzobispo de Turín. Murió el 27 de marzo de 1888. Previamente legó a esta ciudad la excelente biblioteca científica que había reunido. Juan Pablo II lo beatificó el 25 de septiembre de 1988.