Servicio diario - 27 de marzo de 2016


 

El Papa pide que se avive nuestra cercanía a las víctimas del terrorismo
Rocío Lancho García | 27/03/16

(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- En el domingo de la Pascua de la Resurrección del Señor, el papa Francisco presidió, en el atrio de la Basílica Vaticana, la solemne celebración de la misa en la plaza de San Pedro. En la eucaristía, que comenzó con el rito del “Resurrexit”, participaron fieles romanos y peregrinos procedentes de todas las partes del mundo. Miles de flores de muchos colores decoraban el atrio de la Basílica, dando así color al día que la Iglesia católica celebra la Resurrección de Jesús. El Santo Padre no pronunció la homilía tras la lectura del Evangelio, porque al finalizar la misa hizo la bendición “Urbi et Orbi” con el Mensaje pascual.
Al concluir la eucaristía, el Papa subió al papamóvil y dio una vuelta por la plaza y por vía de la Conciliación, para saludar de cerca a los presentes. A continuación, entró en la Basílica para asomarse a la ventana de la loggia central desde donde leyó el mensaje. Francisco invitó a confiar totalmente en Dios y darle gracias porque “ha descendido por nosotros hasta el fondo del abismo”. Ante las simas espirituales y morales de la humanidad, ante al vacío que se crea en el corazón y que provoca odio y muerte, “solamente una infinita misericordia puede darnos la salvación”, aseguró. También subrayó que Jesús nos concede su mirada de ternura y compasión “hacia los hambrientos y sedientos, los extranjeros y los encarcelados, los marginados y descartados, las víctimas del abuso y la violencia”.
A propósito, el Papa observó que el mundo está lleno de personas que sufren en el cuerpo y en el espíritu, mientras que las crónicas diarias están repletas de informes sobre delitos brutales, tanto en el ámbito doméstico, como conflictos armados a gran escala.
Y así, dedicó unas palabras para la “querida Siria”, a la que Cristo resucitado indica caminos de esperanza, “un país desgarrado por un largo conflicto, con su triste rastro de destrucción, muerte, desprecio por el derecho humanitario y la desintegración de la convivencia civil”. Por eso pidió encomendar al Señor resucitado “las conversaciones en curso”, para que, “se puedan recoger frutos de paz y emprender la construcción de una sociedad fraterna, respetuosa de la dignidad y los derechos de todos los ciudadanos”. Del mismo modo manifestó su deseo de que se promueva un intercambio fecundo entre pueblos y culturas en las zonas de la cuenca del Mediterráneo y de Medio Oriente, en particular en Irak, Yemen y Libia. Para israelíes y palestinos en Tierra Santa deseó que se “fomente la convivencia” así como “la disponibilidad paciente y el compromiso cotidiano de trabajar en la construcción de los cimientos de una paz justa y duradera a través de negociaciones directas y sinceras”. También se acordó de la guerra de Ucrania para que alcance “una solución definitiva”, inspirando y apoyando también las iniciativas de ayuda humanitaria, incluida la de liberar a las personas detenidas.
Recordando los recientes atentados de Bélgica, Turquía, Nigeria, Chad, Camerún y Costa de Marfil, el Santo Padre pidió que se “avive en esta fiesta de Pascua nuestra cercanía a las víctimas del terrorismo, esa forma ciega y brutal de violencia que no cesa de derramar sangre inocente en diferentes partes del mundo”.
El Pontífice manifestó su deseo de que se lleve a buen término el fermento de esperanza y las perspectivas de paz en África; en particular, en Burundi, Mozambique, la República Democrática del Congo y en el Sudán del Sur. Que el mensaje pascual –añadió el papa Francisco– se proyecte cada vez más sobre el pueblo venezolano, en las difíciles condiciones en las que vive, así como sobre los que tienen en sus manos el destino del país, para que se trabaje en pos del bien común, buscando formas de diálogo y colaboración entre todos.
Unas palabras también para recordar a los emigrantes y refugiados, “hombres y mujeres en camino para buscar un futuro mejor”, “una muchedumbre cada vez más grande” que huye de la guerra, el hambre, la pobreza y la injusticia social. Al respecto el Papa expresó su deseo de que la cita de la próxima Cumbre Mundial Humanitaria no deje de poner “en el centro a la persona humana, con su dignidad”, y “desarrollar políticas capaces de asistir y proteger a las víctimas de conflictos y otras situaciones de emergencia”, especialmente “a los más vulnerables y los que son perseguidos por motivos étnicos y religiosos”.
Finalmente, dedicó unas palabras a “quienes en nuestras sociedades han perdido toda esperanza y el gusto de vivir”: Mira, hago nuevas todas las cosas… al que tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida gratuitamente (Ap 21,5-6). Que este mensaje consolador de Jesús –concluyó el Pontífice– nos ayude a todos nosotros a reanudar con mayor vigor la construcción de caminos de reconciliación con Dios y con los hermanos.
Leer el mensaje completo aquí





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El Santo Padre envía su pésame por las víctimas del atentado en Irak
Redaccion | 27/03/16

El papa Francisco se ha mostrado cercano con las víctimas del atentado en Irak el pasado viernes, a través de un telegrama enviado a monseñor Alberto Ortega Martín, nuncio apostólico en este país, firmado por el cardenal Pietro Parolin, secretario de Estado.
Entristecido por la noticia de la gran pérdida de vidas causada por el ataque terrorista en Iskandariyah –indica el mensaje– su Santidad Francisco ofrece fervientes oraciones por las víctimas y sus familias, invocando la misericordia de Dios sobre la muerte y divina consolación para los que sufren.
Asimismo, el Papa reza para que “en respuesta a este acto de violencia sin sentido” el pueblo iraquí se vea reforzado “en su decisión de rechazar los caminos del odio y el conflicto” y trabajen juntos sin temor de un futuro de respeto mutuo, solidaridad y libertad.
Un terrorista suicida hizo explotar una bomba en un estadio de fútbol al sur de la capital de Irak, Bagdad, y provocó la muerte de al menos 32 personas. El autodenominado Estado Islámico reivindicó el ataque.





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Texto completo de la bendición Urbi et Orbi del Papa Francisco en el Domingo de Pascua
Redaccion | 27/03/16

Publicamos a continuación el texto completo del mensaje de Pascua del Santo Padre en la bendición Urbi et Orbi
«Dad gracias al Señor porque es bueno Porque es eterna su misericordia» (Sal 135,1)
Queridos hermanos y hermanas, ¡Feliz Pascua!
Jesucristo, encarnación de la misericordia de Dios, ha muerto en cruz por amor, y por amor ha resucitado. Por eso hoy proclamamos: ¡Jesús es el Señor!
Su resurrección cumple plenamente la profecía del Salmo: «La misericordia de Dios es eterna», su amor es para siempre, nunca muere. Podemos confiar totalmente en él, y le damos gracias porque ha descendido por nosotros hasta el fondo del abismo.
Ante las simas espirituales y morales de la humanidad, ante al vacío que se crea en el corazón y que provoca odio y muerte, solamente una infinita misericordia puede darnos la salvación. Sólo Dios puede llenar con su amor este vacío, estas fosas, y hacer que no nos hundamos, y que podamos seguir avanzando juntos hacia la tierra de la libertad y de la vida.
El anuncio gozoso de la Pascua: Jesús, el crucificado, «no está aquí, ¡ha resucitado!» (Mt 28,6), nos ofrece la certeza consoladora de que se ha salvado el abismo de la muerte y, con ello, ha quedado derrotado el luto, el llanto y la angustia (cf. Ap 21,4). El Señor, que sufrió el abandono de sus discípulos, el peso de una condena injusta y la vergüenza de una muerte infame, nos hace ahora partícipes de su vida inmortal, y nos concede su mirada de ternura y compasión hacia los hambrientos y sedientos, los extranjeros y los encarcelados, los marginados y descartados, las víctimas del abuso y la violencia. El mundo está lleno de personas que sufren en el cuerpo y en el espíritu, mientras que las crónicas diarias están repletas de informes sobre delitos brutales, que a menudo se cometen en el ámbito doméstico, y de conflictos armados a gran escala que someten a poblaciones enteras a pruebas indecibles.
Cristo resucitado indica caminos de esperanza a la querida Siria, un país desgarrado por un largo conflicto, con su triste rastro de destrucción, muerte, desprecio por el derecho humanitario y la desintegración de la convivencia civil. Encomendamos al poder del Señor resucitado las conversaciones en curso, para que, con la buena voluntad y la cooperación de todos, se puedan recoger frutos de paz y emprender la construcción una sociedad fraterna, respetuosa de la dignidad y los derechos de todos los ciudadanos. Que el mensaje de vida, proclamado por el ángel junto a la piedra removida del sepulcro, aleje la dureza de nuestro corazón y promueva un intercambio fecundo entre pueblos y culturas en las zonas de la cuenca del Mediterráneo y de Medio Oriente, en particular en Irak, Yemen y Libia. Que la imagen del hombre nuevo, que resplandece en el rostro de Cristo, fomente la convivencia entre israelíes y palestinos en Tierra Santa, así como la disponibilidad paciente y el compromiso cotidiano de trabajar en la construcción de los cimientos de una paz justa y duradera a través de negociaciones directas y sinceras. Que el Señor de la vida acompañe los esfuerzos para alcanzar una solución definitiva de la guerra en Ucrania, inspirando y apoyando también las iniciativas de ayuda humanitaria, incluida la de liberar a las personas detenidas.
Que el Señor Jesús, nuestra paz (cf. Ef 2,14), que con su resurrección ha vencido el mal y el pecado, avive en esta fiesta de Pascua nuestra cercanía a las víctimas del terrorismo, esa forma ciega y brutal de violencia que no cesa de derramar sangre inocente en diferentes partes del mundo, como ha ocurrido en los recientes atentados en Bélgica, Turquía, Nigeria, Chad, Camerún y Costa de Marfil; que lleve a buen término el fermento de esperanza y las perspectivas de paz en África; pienso, en particular, en Burundi, Mozambique, la República Democrática del Congo y en el Sudán del Sur, lacerados por tensiones políticas y sociales.
Dios ha vencido el egoísmo y la muerte con las armas del amor; su Hijo, Jesús, es la puerta de la misericordia, abierta de par en par para todos. Que su mensaje pascual se proyecte cada vez más sobre el pueblo venezolano, en las difíciles condiciones en las que vive, así como sobre los que tienen en sus manos el destino del país, para que se trabaje en pos del bien común, buscando formas de diálogo y colaboración entre todos. Y que se promueva en todo lugar la cultura del encuentro, la justicia y el respeto recíproco, lo único que puede asegurar el bienestar espiritual y material de los ciudadanos.
El Cristo resucitado, anuncio de vida para toda la humanidad que reverbera a través de los siglos, nos invita a no olvidar a los hombres y las mujeres en camino para buscar un futuro mejor. Son una muchedumbre cada vez más grande de emigrantes y refugiados —incluyendo muchos niños— que huyen de la guerra, el hambre, la pobreza y la injusticia social. Estos hermanos y hermanas nuestros, encuentran demasiado a menudo en su recorrido la muerte o, en todo caso, el rechazo de quien podrían ofrecerlos hospitalidad y ayuda. Que la cita de la próxima Cumbre Mundial Humanitaria no deje de poner en el centro a la persona humana, con su dignidad, y desarrollar políticas capaces de asistir y proteger a las víctimas de conflictos y otras situaciones de emergencia, especialmente a los más vulnerables y los que son perseguidos por motivos étnicos y religiosos.
Que, en este día glorioso, «goce también la tierra, inundada de tanta claridad» (Pregón pascual), aunque sea tan maltratada y vilipendiada por una explotación ávida de ganancias, que altera el equilibrio de la naturaleza. Pienso en particular a las zonas afectadas por los efectos del cambio climático, que en ocasiones provoca sequía o inundaciones, con las consiguientes crisis alimentarias en diferentes partes del planeta.
Con nuestros hermanos y hermanas perseguidos por la fe y por su fidelidad al nombre de Cristo, y ante el mal que parece prevalecer en la vida de tantas personas, volvamos a escuchar las palabras consoladoras del Señor: «No tengáis miedo. ¡Yo he vencido al mundo!» (Jn 16,33). Hoy es el día brillante de esta victoria, porque Cristo ha derrotado a la muerte y su resurrección ha hecho resplandecer la vida y la inmortalidad (cf. 2 Tm 1,10). «Nos sacó de la esclavitud a la libertad, de la tristeza a la alegría, del luto a la celebración, de la oscuridad a la luz, de la servidumbre a la redención. Por eso decimos ante él: ¡Aleluya!» (Melitón de Sardes, Homilía Pascual).
A quienes en nuestras sociedades han perdido toda esperanza y el gusto de vivir, a los ancianos abrumados que en la soledad sienten perder vigor, a los jóvenes a quienes parece faltarles el futuro, a todos dirijo una vez más las palabras del Señor resucitado: «Mira, hago nuevas todas las cosas… al que tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida gratuitamente» (Ap 21,5-6). Que este mensaje consolador de Jesús nos ayude a todos nosotros a reanudar con mayor vigor la construcción de caminos de reconciliación con Dios y con los hermanos. Lo necesitamos mucho
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San José Sebastián Pelczar – 28 de marzo
Isabel Orellana Vilches | 27/03/16

(ZENIT – Madrid).- Nació el 17 de enero del 1842 en Korczyna, Polonia. Sus padres tuvieron muy en cuenta sus grandes dotes para el estudio, haciendo posible que recibiese esmerada formación, sin descuidar su educación en la fe. Muy pronto descubrió que deseaba seguir a Cristo. Aún no había terminado la primera fase de su preparación académica y ya anotó en su diario: «Los ideales de la tierra palidecen, el ideal de la vida lo veo en el sacrificio y el ideal del sacrificio en el sacerdocio». Eligió esta vía sin pensar que tal decisión implicaría asumir íntimas renuncias.
En 1860 inició los estudios eclesiásticos en el seminario de Przemyśl; cuatro años más tarde era sacerdote. Puso en manos de Jesús y de María su acontecer humano, espiritual y apostólico, y se dispuso a cumplir la voluntad divina bajo esta consigna: «Todo por el sacratísimo Corazón de Jesús, a través de las manos inmaculadas de la Santísima Virgen María». Primeramente fue vicario parroquial de Sambor. Pero no se podían desperdiciar sus altas cualidades intelectuales. Por ello, fue enviado a Roma para cursar estudios que simultaneó en dos universidades, la Gregoriana, entonces Collegium Romanum, y la Lateranense, que en esa época era Instituto de san Apolinar. Fueron dos intensos años de dedicación que luego le permitieron impartir clases en el seminario de Przemyśl y en la universidad Jagellónica de Cracovia.
Se doctoró en teología y en derecho canónico. Entre sus méritos académicos se halla haber sido decano de la facultad de teología, que se ocupó de renovar, vicerrector de la universidad y rector del Almae Matris de Cracovia. Es obvio que su labor recibía gran estima. Pero la tarea universitaria fundamentalmente fue para él otro instrumento apostólico que le permitió acercarse a docentes y alumnos. Realizó con ellos una importante labor en los veintidós años de actividad profesional. En su ejercicio pastoral tuvo siempre presentes las necesidades de los demás que encauzó con su ingente acción caritativo-social. Colaboró con distintas asociaciones educativas católicas. Fue presidente de la Asociación de la educación popular y formaba parte de la Asociación de san Vicente de Paúl. Además, impulsó «La Fraternidad de la Inmaculada Virgen María, Reina de Polonia». A través de ella daba cobijo a trabajadores, pobres, alcohólicos, emigrantes, huérfanos, empleadas domésticas, en particular las que se hallaban en paro, y enfermas, para las que abrió una escuela. Impartió numerosas conferencias y distribuyó gratuitamente entre la gente miles de obras. Se le debe la existencia de un nutrido número de bibliotecas y salas de lectura. Supo aunar su labor científica y académica con la misión apostólica.
Fue un insigne predicador y confesor. Todo en él fue un afán de adecuar su vida a la voluntad divina: «El acuerdo con la voluntad de Dios trae una paz inquebrantable. ¿Qué puede inquietar al que todo lo recibe con alegría, sabiendo que todo proviene de la voluntad de Dios llena de amor?». Su austeridad y espíritu de entrega le instaba a repartir sus bienes entre los necesitados, pero siempre mirando a esa frontera del amor a todos en Cristo, sin la cual nada tiene sentido. Tuvo claro el cariz espiritual de su compromiso apostólico: «No basta dar dinero a los pobres. El dinero no tiene ojos, labios, ni corazón. El dinero no hablará, no consolará, no aconsejará. Mientras que el pobre necesita el consuelo, alivio, consejo y esperanza. La verdadera prueba del amor y misericordia para con los pobres es visitarlos» […]. «Servir a Dios es nuestra tarea principal. Tarea más importante frente a la cual todo lo demás es nada».
Su devoción al Sagrado Corazón de Jesús le llevó a fundar en 1894, junto a la Madre Klara Szczesna, la Congregación de las Siervas del Sagrado Corazón de Jesús. Tenían como objetivo los jóvenes, enfermos y los que precisasen cualquier tipo de ayuda. Humilde, y con el sentido de indignidad que acompaña a los genuinos discípulos de Cristo, pasado el tiempo manifestó: «Que Dios me perdone este atrevimiento, porque hasta hoy, fundadores eran las personas santas, pero lo que me justifica son las circunstancias en las cuales he visto claramente la voluntad de Dios».
En 1899 fue nombrado obispo auxiliar y un año más tarde prelado titular de la diócesis de Przemyśl. No desperdició ningún momento de su tiempo. Sabía del valor de la oración y su repercusión en la vida espiritual y apostólica. Es la característica comúnmente compartida por todos los que alcanzaron la santidad. En la oración se plantearon las grandes cuitas de su existencia, suplicaron la conversión personal y pidieron ardientemente la gracia de saber tocar el corazón de las gentes para llevarlas a Cristo. Fue uno de los manjares que gustaron junto a la Eucaristía, nutriéndose a la par con la Palabra de Dios. Sebastián no fue una excepción.
Uno de los testigos de su fecunda vida sintetizó con estas palabras lo que había aprendido de él: «Las personas laboriosas, especialmente las que pasan más tiempo en la intimidad con Dios que con los hombres, tienen tiempo para todo». Este es otro fruto de la oración: la multiplicación del mismo de una forma sorprendente. No hay más que ver las biografías de los santos con trayectorias tan intensas como insólitamente creativas. Pelczcar, cuyo lema fue: «Todo para el único Dios», escribió numerosas cartas pastorales, impartió charlas y homilías que encadenó junto a obras teológicas, históricas, textos sobre la ley canónica, manuales y devocionarios. Viendo su quehacer en conjunto está claro que una gracia tuvo que dilatar sus horas. Murió la madrugada del 28 de marzo de 1924. Fue beatificado por Juan Pablo II el 2 de junio de 1991. No había sido un teórico de la vida espiritual, sino un fidelísimo seguidor de Cristo. Por eso, el pontífice dijo en la ceremonia: «He aquí un hombre que no solamente decía ‘Señor, Señor’ sino que cumplía la voluntad de Dios». Él mismo lo canonizó el 18 de mayo de 2003.