Uno de los reflejos del nuevo cainismo que impera en el clima social español es la inclinación de diversas instituciones, especialmente ayuntamientos, a declarar “persona non grata” a quien se haya significado por defender posturas o tomar decisiones que para el poder en cuestión resultan intolerables. El señalado puede ser un político, un escritor, un obispo o el propio rey. Se trata de un procedimiento especialmente abyecto en una sociedad democrática, porque pretende excluir a una persona (aunque sea simbólicamente) de la ciudad común. Y no porque haya cometido delito alguno, sino porque representa unos valores o encarna una experiencia (cultural, política o religiosa) que el poder instituido decide demonizar y borrar del espacio compartido. Además, lo hace generalmente de espaldas al sentir de la sociedad a la que debe servir y dar cuentas, apropiándose de una competencia que nadie le ha delegado

En nuestro debate público cualquier persona está sometida a la crítica libre, incluso si dicha crítica es muchas veces injusta y despiadada. Por otra parte existen procedimientos sancionadores de aquellos comportamientos que merecen una reprobación social. Las leyes se encargan de acotar esos casos y de establecer los castigos correspondientes. Pero aquí estamos ante una suerte de penalización al margen de las leyes, ante un aquelarre de odio ideológico que se sustancia en una declaración tan solemne como vacua, que decide que una persona no es digna de vivir y expresarse en una comunidad plural.

Se puede aducir que en realidad estas declaraciones son pura trompetería, sin efecto en la vida real de las personas afectadas y de la sociedad a la que van dirigidas. Menos mal que estos nuevos inquisidores no pueden colocar físicamente a nadie extramuros. Pero sería banal e ingenuo pensar que esas declaraciones no contaminan de odio la convivencia, no tienen un valor anti-educativo y no generan una fractura en la sociedad. Una verdadera democracia debe ser capaz de ensanchar los espacios para el diálogo y la narración recíproca entre las diversas identidades que forman parte de un tejido plural y tantas veces conflictivo. Por el contrario, si esos espacios se estrechan, la democracia enferma y se vacía de sustancia real.

A cada uno de nosotros puede resultarle más o menos grata una persona, puede buscarla y escucharla o por el contrario eludirla, ignorarla o criticarla, todo ello dentro de las leyes que rigen nuestra vida común. Pero resultaría aberrante que alguno pretendiera colgar del cuello de otro esta leyenda: “non grata”. Mucho más aberrante es que pretenda realizarlo quien detenta un poder que debería ser para administrar la vida común, y no para decidir quiénes tiene derecho a integrarla. Los regímenes totalitarios han practicado esa vileza abundantemente. Conviene no olvidar que la democracia necesita siempre un sujeto moral que la habite, de lo contrario se puede pudrir desde dentro.