Tribunas

La difícil eficacia de leyes civiles contra el fraude y la corrupción

Salvador Bernal

Con motivo de la difusión de los “papeles de Panamá”, se ha repetido hasta la saciedad la diferencia entre lo legal y lo inmoral. No necesariamente la constitución de sociedades en paraísos fiscales responde a un fraude evasor de impuestos: puede originarse también por decisiones razonables en una economía globalizada, o por el miedo ante arbitrariedades de tantos gobiernos poco democráticos en el mundo. Alguno pensará que es ético si, además, cumple la legislación vigente, pero quizá no sea estético...

En todo caso, mi impresión es que las leyes represivas suelen servir de poco, al menos en los países que podemos simplificar con el adjetivo de “latinos”. Dicen que, de los nombres españoles que aparecen ahí, muchos están al día, porque aprovecharon la llamada “amnistía fiscal” de Montoro. Este tipo de medida ha sido frecuente en la historia de España desde el siglo XIX (así lo aprendí hacia 1959 en la asignatura Hacienda pública, del antiguo plan de estudios de Derecho; el profesor insistía en la inmoralidad de ese tipo de normas, que favorecían al defraudador y desmotivaban al cumplidor: ¿para qué pagar lo debido si se podía esperar a la siguiente regularización?).

Vuelvo a tratar de ética pública, porque me parece importante. No aprecio la picaresca ni el rigorismo, pero me gustaría colaborar con quienes valoran la responsabilidad de contribuir, también económicamente, al bien común: sin aceptar la confusión entre “dinero público” y dinero del que disponen los gobernantes como si fuera suyo, y no de la sociedad.

Unos días antes de la difusión de los papeles de Panamá, se difundía la noticia de que, veintitrés años después de la primera ley que lleva su nombre, Michel Sapin iba a presentar al Consejo de Ministros francés un nuevo proyecto de ley para la lucha contra la corrupción, “Sapin II”. Con este texto, el país vecino incorporaría a su ordenamiento criterios ético-jurídicos que se han ido estableciendo en occidente, especialmente contra los fraudes en el comercio internacional.

Existe desde 1999 una convención internacional de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), que los Estados de esa área de influencia han ratificado. Pero “nunca fue condenada definitivamente una empresa por corrupción de funcionarios públicos extranjeros", recordó el director de la División Anticorrupción de la OCDE, Patrick Moulette, en la reunión celebrada  en París, con participación de unos cincuenta ministros, para hacer un balance de su aplicación. Como es natural, estaban sobre la mesa los datos y las clasificaciones aportadas anualmente por la ONG Transparencia Internacional.

La experiencia muestra que ciertas leyes sirven de poco. Es más: tienen el riesgo de dar trabajo inútil a los “cumplidores”, porque se obligará a toda empresa, a partir de un cierto número de empleados o de un volumen de negocio, a presentar un programa anual de prevención de corrupciones y tráficos de influencias... A la vez, aumenta la burocracia, con la creación de más servicios estatales –en el caso de Sapin II, bajo la autoridad conjunta de los ministros de hacienda y justicia‑ para la prevención y detección, como si no bastasen los mecanismos jurídicos ordinarios y las dichosas fiscalías especiales, con servicios de seguridad también centrados en ese tipo de infracciones.

Por si fuera poco, Sapin II introduce una cláusula –a mi entender, poco ética‑ de protección de los denunciantes, garantizando el anonimato y la defensa ante posibles represalias. Recuerda sistemas jurídicos propios del superado proceso inquisitorial (también civil, no sólo eclesiástico).

Como escribió hace unos días Jérôme Fenoglio, director de Le Monde, el vértigo de los papeles implica a más de 214.000 entidades offshore creadas o gestionadas en casi cuarenta años, en 21 paraísos fiscales y a clientes de más de 200 países. Reconoce que se mezclan flujos de dinero limpio y dinero sucio, las aguas “grises” derivadas del fraude fiscal y las “negras” provenientes de la delincuencia, los diversos tráficos ilícitos, y la corrupción y abuso de poder. Acepta también que muchos desplazamientos de titularidades están en función de cambios legislativos más exigentes introducidos por presiones internacionales... De poco han servido las “listas negras” elaboradas por organismos mundiales.

Y es que la ejemplaridad no suele conseguirse con leyes, menos aún en nuestra cultura. Tampoco, por desgracia, con la mera predicación de las virtudes capitales, para luchar contra la codicia y la avaricia, o contra los egoísmos individualistas derivados del relativismo ético. Pero, ante los evidentes límites de la ética civil –o del “hombre nuevo” forjado en Rusia o en China‑, habría que revitalizar la enseñanza cristiana, construida con vigor en la doctrina de tantos Padres de la Iglesia cuando los fieles se expandían por el orbe.