Hace algo más de medio siglo, en nuestra memoria audiovisual blanquinegra, España buscaba a Chencho, unida en torno a La gran familia, la saga familiar del aparejador Carlos Alonso (inolvidable Alberto Closas), su esposa, el abuelo Pepe Isbert y los dieciséis hijos que llenaban de vida el pequeño apartamento y la gran pantalla. La familia se fue encogiendo y estirando con el siglo XX hasta transitar por La familia y uno más o La familia, bien, gracias y La gran familia … 30 años después, cuando solo los problemas crecían y la familia menguaba.

Hoy nuestro espejo sentimental se parece más a aquella otra Familia a la carta de Fernando León de Aranoa, la cinta de 1996, en la que ya se apuntaba hacia esa familia caleidoscópica (¿familias?), familias de ficción y fragilidad que incluyen como condición de felicidad tener perro y, al menos hasta que las posibilidades económicas lo permitan, pasan palabra cuando les preguntan por los hijos.

El nodo cinematográfico viene a cuento de la noticia más decisiva para nuestro futuro a corto plazo. La hemos conocido esta semana y no es el brexit. Las muertes han superado por primera vez a los nacimientos desde 1941. La crisis demográfica parece haber tocado fondo con una caída del 20% en los nacimientos desde 2008. España no es país para padres y madres, sí es un país para viejos. Y aunque la pregunta recurrente en estos casos es la de “¿quién nos va a pagar las pensiones dentro unos años?”, la cuestión es mucho más profunda, porque la crisis económica no es sino la epidermis de una profunda crisis moral que, a su vez, es el reflejo de una crisis de carácter antropológico. Las causas de un fenómeno complejo nunca son simples, por eso es tan miope como reduccionista afirmar que no tenemos hijos porque no tenemos dinero. Esa es solo una parte de la verdad. En su totalidad, se trata de una crisis de esperanza. Y eso son palabras mayores. Ha habido importantes crisis de natalidad ya en la década de los 80 y en la primera mitad de los 90, pero ahora a los estragos de la crisis económica hay que sumarle un menor flujo en lo que a inmigración exterior se refiere, un mayor número de emigraciones al exterior en los últimos años, y una crisis de esperanza que se sostiene a lo largo de los años en este tiempo nuestro de postmodernidad o hipermodernidad desencantada, como quieran llamarlo.

Con palabras de Aristóteles, la esperanza es el sueño del hombre despierto. Lo que sucede es que cuando se sigue más la estela de Nietzsche que la del genio de Atenas, terminamos por pensar que la esperanza es el peor de los males porque prolonga el tormento del hombre. No es verdad, el peor tormento es no conocer ni experimentar esperanza alguna. Escribía Goethe, con acierto provocador, que si la mañana no nos desvela para nuevas alegrías y, si por la noche no nos queda ninguna esperanza, ¿es que vale la pena vestirse y desnudarse? Parecemos atados a esperas vanas, de fin de semana, más que a esperanzas profundas sobre las que sustentarnos. La esperanza que alcanzamos a atisbar es una suerte de “todavía no, pero a ver si en un futuro sí”. Es una esperanza muy pobre. La verdadera apunta en términos diferentes un “ya sí, pero todavía más”. Desde esa convicción, desde esa fibra moral, sí que es posible afinar el diagnóstico y encarar el tratamiento para encarar el futuro por incierto y grisáceo que sea el presente.

Quienes no ven en el desastre demográfico un problema (“el problema”, por sus raíces de hondo calado moral) son unos ignorantes o unos insensatos. La familia, junto a instituciones como la escuela o la iglesia, es uno de los pilares básicos de la tradición, palabra maldita, sobre todo cuando se trata de cimentar el edificio contemporáneo sobre vínculos emocionales. Asentados sobre el terreno pantanoso del emotivismo moral nuestras fracturas encuentran consuelo y cierta sutura solo en espacios tan volátiles como el fútbol. La solidez en las relaciones ha pasado a mejor vida. Hemos puesto las bases para La familia y uno menos. Sorprende la sorpresa de que en España tengamos crecimiento negativo, porque era una simple cuestión de tiempo.

Decía Chesterton que el que ataca a la familia no sabe lo que hace porque no sabe lo que deshace. Cierto. Pero aún es más preocupante cuando quien lo hace es plenamente

consciente de lo que destruye. Por acción o por omisión. Si no es desde esta perspectiva, como parte de una hoja de ruta con un diseño calculado de ingeniería social, no se puede explicar fácilmente que la cuestión por antonomasia, una cuestión de vida o muerte en la que nos jugamos el futuro, quede ausente de la agenda política una y otra vez en las campañas electorales. La sociedad que es incapaz de entender que la familia, también en su función esencial de traer hijos al mundo, es la célula básica de la sociedad, está poniendo las bases para un dramático suicidio, que va más allá del ámbito demográfico. Tendremos que recordárselo a quienes, obcecados en el bien privado se olvidan del bien común, o a quienes no son capaces de entender que la vida es más larga y hermosa que una legislatura (¿de cuatro años?). Ojalá que pronto (mantenemos viva la verdadera esperanza), la curva demográfica vuelva a ser la curva de la felicidad y La Gran Familia de 2050, por poner un año redondo, no sea una odisea en el espacio, ni una película de ciencia-ficción.

Publicado originalmente en www.democresia.es