Que nadie se asuste por el título. A estas alturas de la vida, no se me ocurre pensar que tengamos que imitar a las sectas, ni mucho menos utilizar una frase de Jesús para sostenerlo. Solamente quiero compartir con los lectores una breve reflexión en torno al trabajo que llevamos a cabo desde hace una década en la Red Iberoamericana de Estudio de las Sectas (RIES) y que, personalizándolo más, desarrollo como sacerdote y miembro de la RIES, en diversas facetas en torno a este tema (investigación, formación, divulgación, ayuda a víctimas y afectados).

“¿Sectas?”. La primera parte del título no refleja otra cosa que la extrañeza de algunas personas cuando se enteran de que me dedico a este fenómeno. A veces la expresión interrogativa va acompañada de los más diversos matices faciales por parte de mi interlocutor. “Sí, sectas”, contesto. Y en ocasiones añado, para aclarar –o quizás liar más al curioso o sorprendido–: “esoterismo, nueva religiosidad, ocultismo, New Age, terapias alternativas…”, mostrando así lo amplia que puede llegar a ser la cuestión, más allá de una sola palabra.

Hasta aquí, todo bien. Pero… ¿qué pinta una frase del evangelio en todo esto? Pues miren, esta pregunta la podemos situar en paralelo a otra que me hacen a menudo: ¿qué pinta un cura hablando de sectas? Me la hacen fuera de la Iglesia (donde a veces, para descalificar el contenido de lo que digo o escribo, se limitan a decir que solamente “lucho contra la competencia” que tendríamos los católicos) y también desde dentro (por aquello de que no es más que “algo raro” que no merecería una atención pastoral).

La frase procede del evangelio según San Lucas (10,37), de la conocida parábola del buen samaritano. Precisamente el texto que se proclamó en la Misa del domingo pasado. Mientras lo leía y meditaba y mientras preparaba la predicación para mis parroquias, pensé enseguida en algunas personas que, como el moribundo de la historia, caen en manos de “bandidos” que los atracan, desnudan y apalean… y las dejan así en el camino de la vida. Y me estoy refiriendo a las víctimas de algunas sectas, a sus familias, a las personas que las quieren y ven cómo cada vez va quedando menos del hijo, cónyuge, padre o amigo que conocieron.

Pero lo que más me impresionó en la parábola de Cristo, una vez más, fue la reacción del sacerdote y del levita que, al ver a aquella víctima, dieron un rodeo y pasaron de largo. Ambos, “profesionales” de la religión, amigos de Dios y habituados a su Palabra, no estuvieron al lado de quien los necesitaba. Quizás por miedo a contraer impureza. Quizás por temor a que no fuera sino una trampa tendida para cazar a los incautos de buen corazón. Y claramente veo a esas personas que acuden a mí, a nosotros, pidiendo una ayuda que ya no saben dónde solicitar, llamando a las puertas de un cura, de la RIES, de la Iglesia.
Éste fue un motivo de oración para mí el domingo. En los oídos y en el corazón quedaron resonando esas palabras últimas de Jesús, esas palabras copiadas para el título de estas líneas: “anda y haz tú lo mismo”. Recordaba bien cómo justo hace treinta años varios dicasterios de la Santa Sede publicaron un importante documento sobre el fenómeno sectario en el que se decía que “el desafío de las sectas podría ser un estímulo para una renovación espiritual y eclesial”. Una Iglesia que se hacía samaritana a imagen de su Señor, el Buen Samaritano, para acercarse a las víctimas de las sectas y a los que sufren su influjo, compadeciéndose y vendándoles las heridas, curándolos con aceite y vino y montándolos en la propia cabalgadura para llevarlos a reposar y recuperarse, para poder volver sin miedo a los caminos de la vida.

La sorpresa vino en la tarde del domingo. Bueno, sorpresa no, porque era el enésimo mensaje de correo electrónico con lo mismo de siempre. Pero quizás lo leí y lo contesté con más rapidez que de costumbre, movido por e