El pasado 14 de noviembre publicábamos un Editorial bajo el título “El mal nunca tiene la última palabra”. Fue a raíz de los atentados de París. Nunca lo hubiéramos querido repetir y, aunque en verdad, podríamos haberlo hecho ya porque las matanzas silenciosas, ocultas a los ojos del mundo audiovisual, se producen todas las semanas en lugares como Siria o Irak, por poner solo dos de los ejemplos más palmarios, lo retomamos hoy, cuando el mundo occidental mira consternado ante la brutalidad de la masacre de Niza. Apenas hemos tenido que cambiar nada. Creemos que se entiende todo.

Todavía con el temblor presente por el golpe de la sinrazón y la barbarie que nos ha dejado la noche oscura de Niza, hincamos la rodilla ante el único Señor y rezamos: la muerte no es el final, el mal no tiene la última palabra. Convencidos de que como afirma San Pablo en la Epístola a los Romanos, el mal ha de vencerse con el bien (Rm 12, 21), rezamos por las víctimas, por sus familias, por los hermanos franceses, y rezamos también para que el Señor cambie el corazón de los asesinos. Con el ojo por ojo y el diente por diente, injustos y bárbaros en sí mismos, solo conseguiríamos quedarnos todos ciegos y desdentados. La violencia engendra más violencia y es tan poderosa su fuerza que, en palabras de San Juan Pablo II con las que hoy hemos querido encabezar unomasdoce.com, “mata lo que intenta crear”.

El filósofo André Glucksmann escribió a raíz de los atentados del 11 S que se iniciaba una guerra que iba a durar una generación. Una guerra que confundiría a muchos de nuestros contemporáneos, que pensarían que la religión era la causa de la violencia terrorista. Pero no es verdad. No es cierto que la religión sea fuente de violencia. Sí lo es, sin embargo, que una religión pueda enfermar y que desde esa patología se oponga a su naturaleza más profunda. El hombre decide entonces tomar en sus manos la causa de Dios y hacerle, a su antojo, de su propiedad privada. Benedicto XVI lo dijo en numerosas ocasiones, alto y claro: “la violencia es contraria al Reino de Dios y un instrumento del anticristo. La violencia nunca le sirve a la humanidad, es más, la deshumaniza”. Con otras palabras, lo reitera también el Papa Francisco: “el verdadero culto a Dios no lleva a la discriminación, al odio y a la violencia sino al respeto de la sacralidad de la vida”. Lo advertía Glucksmann cuando afirmaba que en el origen del terrorismo globalizado de raíz islamista está el nihilismo ideológico que atenaza la auténtica creencia en Alá. Un nihilismo que tiene como correlato la banalización del mal que ha causado en Occidente una debilidad sustantiva para afrontar las causas y el origen de ese mal.

El atentado de Niza es un repetido capítulo de una guerra contra el fundamento de la civilización occidental, la dignidad de la persona y su capacidad para aceptar la revelación. La violencia que ejerce el islamismo radical no es más que el efecto de la ideologización de la creencia. El oscurecimiento de una razón que no percibe la claridad de la fe, que es siempre invitación y propuesta de paz y de libertad.