IGLESIA EN EL MUNDO

Carlos de Foucauld, el beato que no quería ser sacerdote


 

Sin compañeros. Extranjero y cristiano en el corazón del Sahara. La guerra de 1914 deja sentir su influencia en Argelia. El 1 de diciembre de 1916, traicionado por uno de los que él había ayudado, es apresado por una banda de senusistas. Mientras se dedican al saqueo, un muchacho le vigila y, nervioso al creer que llegan soldados, le da muerte de un disparo en la cabeza. Su cuerpo queda tendido en la arena del desierto como un grano de trigo que muere para dar fruto. Han pasado cien años.

Del Sahara a los Monegros

Hablamos del beato Carlos de Foucauld con Antonio Ramos, un sacerdote diocesano de Zaragoza, miembro de la fraternidad sacerdotal ‘Iesus Caritas’, que conoció al hermano Carlos en el seminario, leyendo ‘En el corazón de las masas’, del padre Voillaume. Años antes, los hermanos de Jesús se habían establecido en Farlete, Argelia estaba a punto de dejar de ser colonia francesa, y los Monegros se parecían al Sahara. “Ahora, la ciudad se parece al desierto más que nunca”, por eso, afirma que “la de Foucauld es una espiritualidad para nuestro tiempo: las grandes ciudades son el gran desierto; sociedades que esconden la tendencias suicidas o las justifican; gente desprovista de cualquier apoyo, hasta de la fe”.

Algo así le sucedía al joven Carlos de Foucauld, que no tiene reparos en contar cómo era su vida: “A los 17 años era todo egoísmo, todo deseo de mal, estaba como enloquecido. Jamás creo haber estado en tan lamentable estado espiritual. Vivía como se puede vivir cuando se ha extinguido la última chispa de la fe”.

Cambio radical

No fue hasta los 28 años cuando cambió su vida: una prima le hizo conocer al padre Huvelin, que le recomendó confesarse y comulgar para despejar sus dudas: “En cuanto creí que Dios existía, no pude hacer otra cosa que vivir sólo para Él. ¡Dios es tan grande! Hay tanta diferencia entre Dios y todo aquello que no lo es”.

Inmediatamente quiso ser religioso pero su confesor le mandó esperar tres años y le mandó peregrinar a Tierra Santa. Se hace monje en 1890 y, tras vivir siete años en la Trapa de Cheikhlé en el Imperio Otomano, buscando más pobreza y más soledad se va a Nazaret, donde sirve como mandadero de las carmelitas. El obispo de Viviers le ordena sacerdote e inmediatamente se marcha a Béni Abbès, en el Sahara argelino, donde combatió lo que él denominó la ‘monstruosidad de la esclavitud’. Allí espera la ocasión para entrar a evangelizar Marruecos.

¿Por qué tanto cambio? Antonio Ramos, admirado, lo atribuye a su capacidad de evolucionar según va descubriendo: “de no querer ser sacerdote, porque le parecía demasiada dignidad, a serlo para servir mejor a la gente. De querer ser fundador, a vivir la soledad y no fundar nada”.

Apostolado de la bondad

“Si me preguntan por qué soy manso y bueno, debo decir: porque soy el servidor de alguien mucho más bueno que yo”, así condensa el hermano Carlos su misión en Tamanrasset, entre los tuaregs. Monje de clausura-misionero, amigo de todos, estudioso de las costumbres autóctonas, reza mucho, come poco -un puñado de dátiles o de cebada- y duerme menos -tres horas-, escribe el primer diccionario tuareg-francés y, además de repartir limosna, escucha y aconseja.

Deseo de eucaristía

En esta situación, su alma es la eucaristía. Lo cree y lo escribe: “¿Hace algún bien mi presencia aquí? Si la mía no lo hace, la presencia del Santísimo Sacramento lo hace ciertamente y mucho. Jesús no puede estar en un lugar sin irradiar”. Para Ramos, “su fe en la presencia real era el detonante: la misa, siempre que pudo; el sagrario, mientras se lo permitieron; horas y horas de oración; el deseo de eucaristía, siempre. Ahí se prueba su aguante y obediencia”.

(José Antonio Calvo – Iglesia en Aragón)