Tribunas

El mito del islam apolítico

 

Pilar González Casado
Profesora Agregada a la Cátedra de Literatura árabe cristiana de la Universidad San Dámaso.

 

Cuando tratamos de buscar una respuesta para el terrorismo yihadista recurrimos muy habitualmente a responsabilizar de él a un ente que denominamos islam político. Según este planteamiento, habría dos clases de islam, uno, el político, ocupado en legislar los asuntos de este mundo; y otro, el religioso, volcado en la dimensión espiritual del ser humano y preocupado más que por el más acá por el más allá.

La idea del islam político, que cuenta con el apoyo de la tradición medieval musulmana, tuvo en Al-Mawdudi, un pensador musulmán indio del siglo pasado, a su mayor influencer. A partir de los años setenta diversos movimientos fundamentalistas tomaron sus ideas como programa modelo para reislamizar la sociedad de los países en los que el islam había ido perdiendo su vigencia social. Sus obras son best-sellers en el Reino Saudí. Uno de sus postulados principales es que Dios, como creador del Universo, ha decretado un destino concreto para el ser humano, el cual encontrará la dicha únicamente si sigue el camino fijado por Él. Como soberano absoluto del hombre creado, el derecho de legislar solo le corresponde a Dios, por lo que las leyes formuladas por el hombre siempre resultarán arbitrarias. La única ley verdadera es la divina. Si Dios es único, la Ley es única e igual  para todos. Por tanto, sólo el islam presenta un modelo de sociedad que garantice la verdadera justicia. Éste es din (religión), dunya (mundo) y dawla (Estado).

Tras leer este planteamiento, podemos pensar que al-Mawdudi unió lo político y lo religioso debido a su condición de musulmán de rancio abolengo. Una conclusión muy parecida sacaríamos si leyéramos algunos artículos de la Carta de los Derechos Humanos de la Conferencia Islámica de 1990, donde se declara que todos los derechos y deberes del hombre son mandamientos divinos vinculantes contenidos en el Corán y que el islam es la religión natural del hombre. Podemos pensar que otros planteamientos exentos de un matiz religioso, como el de la declaración del mismo tipo elaborada por el Consejo de la Liga de los Estados Árabes en 1994, fundamentarán sus propuestas en la separación de lo político y lo religioso. Sin embargo, esta última Carta coincide con la de la Liga Islámica en su concepción totalmente confesional del Estado y en su afirmación de la primacía de la fe islámica como fundamento ético y jurídico de las leyes del Estado. La mayoría de las constituciones por las que se rigen los países árabes e islámicos afirman explícitamente que la religión del Estado ha de ser el islam y que los principios de la sharia son la fuente de legislación. Albania, Kazajistán, Azerbayán y Turquía son la excepción, a la que no se unen las constituciones de los países espoleados por la primavera árabe como Túnez, Egipto, Bahrein e Irak.

Mientras la historia no tome el camino contrario, eso que llamamos islam político no es patrimonio único y exclusivo del yihadismo, sino también de ese otro ente que habitualmente denominamos islam religioso, el tolerante. La apoliticidad del islam es, por ahora, una historia ficticia, es atribuirle una cualidad que no tiene. Lo que distingue al tolerante del que no lo es, es que el terrorismo no entra en su plan de acción, como tampoco entraba en el planteamiento político de al-Mawdudi.