Tribunas

Con la música a otra parte

 

José Francisco Serrano Oceja

 

Está claro que la Iglesia no se puede ir con la música a otra parte porque la música forma parte de la expresión religiosa más íntima. Recordemos aquello de san Agustín de que quien canta, ora dos veces.

O la afirmación de Gabriel Marcel: “La música, en su verdad, siempre me ha parecido como una llamada irresistible de aquello que en el hombre supera al hombre, peor también lo funda”.

Recientemente la Conferencia Episcopal ha ofrecido los primeros datos de una encuesta que la Comisión Episcopal de Liturgia ha hecho sobre la música en la Iglesia, sobre el canto y la música en las celebraciones litúrgicas, a propósito del cincuenta aniversario de la Instrucción de la Congregación para el Culto Divino Musicam Sacram.

Vuelven los tiempos sociológicos a la Iglesia, los de la investigación de la realidad social, los descriptivos sobre los prescriptivos. Según la ficha técnica, se han recibido 3.742 contestaciones a la citada encuesta.

De los resultados, es decir, del resumen sobre los resultados ofrecidos por los servicios de información de la casa, que no del estudio completo, destacamos, que el Canto Gregoriano y la Polifonía clásica, pese a ser considerados como muy importantes para la Iglesia, casi nunca se cantan.

Lo que prima es el canto religioso popular y cantos modernos, pop, rock y una desproporción entre lo que se considera debiera ser la presencia del órgano y su práctica.

También hay que apuntar que el 42 por ciento de los sacerdotes no han tenido ninguna formación musical.

Pero lo que me ha llamado la atención ha sido el artículo sobre este tema del compositor y director de orquesta James McMillan, autor, entre otras obras, de dos Óperas, texto publicado en el semanario “Sandpoint”. Dice McMillan que los compositores de calidad han sido expulsados de las Iglesias por quienes han querido modernizar y democratizar la música.

Merece la pena leer sus palabras: “Esto ha sido especialmente grave en la Iglesia Católica, donde lecturas deliberadamente sesgadas del “espíritu del Vaticano II” han convertido gran parte de la práctica musical en la liturgia en un conjunto lamentable y risible. Los anglicanos también saben cuál es el problema: también padecen los bailes cogidos de los brazos y esos coros que se mueven atolondradamente, las cancioncillas sentimentales, la falsa música folk americana y los aires celtas. El musicólogo estadounidense Thomas Day describió este tipo de liturgia como “una dieta de nubes (marshmallows) románticas combinada indigestamente con artefactos que te agarran por el cuello y te sacuden hasta someterte a su mensaje social”.

En la década de 1970, muchos tipos bien intencionados pensaron que la música “folk” y los derivados de la cultura pop atraerían a los adolescentes y jóvenes y los involucrarían más en la Iglesia, pero ha sucedido exactamente lo contrario. Ahora sabemos que esos experimentos en la música y la liturgia han contribuido a la creciente y ridícula irrelevancia del cristianismo liberal, y que la liturgia como ingeniería social ha provocado el rechazo de muchos. Al igual que la mayoría de las ideas forjadas por la ideología marxista de la década de 1960, ésta ha demostrado ser un fracaso total. Su mayor tragedia ha sido la deliberada e hipócrita des-poetización del culto católico. La Iglesia ha reproducido simplemente la obsesión del Occidente secular por la “accesibilidad", la “inclusión", la “democracia” y el antielitismo, lo que resulta en el triunfo del mal gusto, la banalidad y una deflación del sentido de lo sagrado en la vida de la Iglesia.”

Se podrá decir más alto, fuerte, pero no sé si más claro.

 

José Francisco Serrano Oceja