Editorial

 

La gran ruptura antropológica (II).
¿No importa la liquidación del matrimonio y la familia?

 

 

21/03/2018 | por ForumLibertas


 

 

El cuarto vector es la mutación de la estructura familiar. Tan solo el 22% de las personas de entre 20 y 34 años están casadas y tenían hijos uno de cada cuatro. Dos años más tarde ya se sitúan en el 20%, mientras que en 1980 este grupo estaba casado en un 65% y tenía hijos la casi totalidad, el 80%. La cuestión es evidente: la gente de menos de 34 años no se casa, y los que lo hacen, a pesar de vivir juntos no tienen hijos. Hay otro descenso espectacular, la de los matrimonios religiosos, que en 2015 apenas llegaban al 30%. Hay una estrecha relación entre el descenso de los matrimonios e hijos y el abandono del vínculo religioso. Es una manifestación más de las consecuencias ramificadas de la desvinculación religiosa.

Nadie puede pensar que esta evolución de la sociedad no tiene consecuencias negativas para las personas -la más importante, la de la soledad a medida que transcurren los años- y por la sociedad. De hecho, entramos en una zona oscura. Nunca ha funcionado una sociedad de estas características. Penetramos en el reino de la incertidumbre y por tanto de la inseguridad; una más que aporta la sociedad desvinculada.

Impera una idea falsa: la confusión entre libertad e individualismo. Es la apoteosis liberal. La autonomía personal es entendida como la falta de compromiso, incluso con lo más afectivo e íntimo, el parentesco. Pero como la familia surgida del matrimonio es también una unidad económica y de servicios, para que esta individualidad funcione es necesario que el estado asuma las necesidades que cubre la familia. El resultado es una nueva contradicción: la exaltación liberal necesita de un estado interventor y paternalista. Por otro lado, la asunción de disfunciones sociales generadas debido al déficit familiar tiene unos costes mucho más altos, porque son las Administraciones públicas quienes los ejercen, y no la pareja o sus padres. Hay un coste directo y dos costes añadidos que habitualmente se ignoran. Son el coste público de transacción y el coste de oportunidad. El estado del bienestar en crisis tiene que afrontar necesidades crecientes a consecuencia de la vía individualista.

Pero como la sociedad desvinculada es aquella en la que los dioses ciegan a los que quieren su perdición, los gobiernos colaboran activamente en el destrozo. Lo hacen vaciando el sentido del matrimonio -parejas del mismo sexo, reduciendo a anécdota la capacidad reproductora- y dejándolo sin derechos específicos en relación a las parejas de hecho, especialmente en los aspectos relacionados con la filiación, económicos, fiscales, hereditarios. El mensaje que envían las instituciones es este: a efectos del bien común, es indiferente que os caséis o seáis una pareja de hecho. El problema, profundo, es que tal presunción es equivocada, o es falsa, como se prefiera. Porque las parejas de hecho son diferentes: más breves e inestables, con mucha menos descendencia, más conflicto, hasta el extremo de poseer una prevalencia de feminicidios nueve veces mayor. Y aquí aflora esta otra escandalosa contradicción: la sociedad de la perspectiva de género abona políticas públicas que dan lugar a fórmulas letales para la mujer. También en el plano económico todo es peor, la inestabilidad tiene un coste social en su doble dimensión, privada y pública, muy elevado. La familia monoparental surge de una pareja rota con hijos, y que basa la mayor parte de su crecimiento en la pareja de hecho y la cohabitación, es una puerta abierta a la pobreza, especialmente cuando, como sucede en la mayoría de los casos, es una mujer la que está al frente. Esta evidencia, ligada al crecimiento del trabajo precario y la extensión de los sueldos bajos, da lugar a un escenario socialmente destructor.

Hay también un efecto espejo. La omnipresencia de la ruptura conduce a disuadir aún más del matrimonio por las complicaciones judiciales que conlleva. La pareja de hecho es un excelente refugio para el hombre que busca así una vía de escape lo más descomprometida posible. Es un círculo vicioso.

Pero esta mentalidad significa otro hecho revolucionario. La destrucción de la idea del amor en las relaciones de pareja. Es una evidencia histórica que el amor romántico, para designarlo con el nombre que le corresponde, es un hecho reciente en relación al matrimonio, y patrimonio, sobre todo de la cultura occidental y occidentalizada. Se inicia bien entrado el siglo XIX de manera minoritaria, hasta convertirse en el paradigma, pero en la formulación secular ésta no era una condición necesaria, en todo caso se esperaba que viniera después, porque la finalidad del matrimonio estaba ligada a la descendencia. Pero aquella ausencia no debilitaba el vínculo, muy estructurado por la mentalidad y la dimensión religiosa. Hoy el amor es el único vínculo fuerte que le queda a la relación matrimonial, pero que resulta imposible cuando de lo que se trate es de un simple contrato entre individualidades que entienden su felicidad no como el resultado de una unión estrecha, sino como la recompensa que cada uno espera recolectar.

¿Quién se puede sorprender que en estas condiciones el tener hijos resulte cada vez más improbable? Sin deber y sin amor, la paternidad y la maternidad son un imposible. El resultado es que los hijos, el mismo matrimonio, son vistos como una losa pesada que impide respirar el aire de la libertad. La idea de que durante muchos años la felicidad personal depende del acompañamiento y la compañía del esposo y la esposa, los hijos, tiende a desaparecer y con ella la humanidad.

¿Qué modelo de sociedad proyecta todos estos vectores? La ruptura antropológica tiene un efecto demoledor sobre la familia. De hecho, el marco de referencia de la economía capitalista: contrato, mercado y ganancia, es contradictorio con el propio de la familia: vínculo, reciprocidad y solidaridad. Esta dinámica contraria, ya observada desde perspectivas diferentes, se acentúa y mucho al introducir la ideología de género. En este caso no es que haya controversia entre marcos de referencia diferentes, sino que se convierte incompatible por naturaleza. La lógica desvinculada, el vector resultante solo en la búsqueda de la realización del propio deseo hace imposible, no ya la vida familiar, sino la de pareja. Esta realidad se manifiesta en el elevado número de rupturas en relación a los matrimonios que se realizan. ¿Cuánta gente se casa hoy para toda la vida? Esta sola formulación es vista como una provocación. Pues en este cambio radical de perspectiva, que en definitiva radica en la incapacidad para el compromiso fuerte, anida la destrucción de la institución familiar, y con ella, de la red primigenia que cose el tejido social. Todos venimos de una familia, y en la inmensa mayoría nos dirigimos a otra. En la medida en que la segunda parte de la frase vaya desapareciendo, o debilitándose, más difícil le será a la sociedad alcanzar sus objetivos de crecimiento económico y bienestar social, porque este depende a largo plazo de una serie de funciones que realiza la institución familiar definida como modelo compuesto por la unión de un hombre y una mujer abiertos a la descendencia, y que disponen de la voluntad de educarla.

El óptimo económico y social de la familia en relación al sistema económico se da en la medida en que el vínculo entre la pareja es estable en el tiempo y adopta una formalización de reconocimiento público, la fórmula matrimonial. Su estabilidad óptima se sitúa hasta la muerte de uno de los cónyuges, de manera que ambos siguen juntos en una edad avanzada. El subóptimo se sitúa en la finalización de los estudios de secundaria postobligatoria del último hijo.

Una segunda función básica es generar descendencia no inferior a la tasa de reemplazo. En realidad, y dado que al menos una cuarta parte de las mujeres no tendrán ningún hijo, el óptimo se situaría en los tres hijos por familia para compensar la natalidad cero. Naturalmente esa cifra no es posible sin medidas adecuadas de carácter económico y laboral, sobre todo para facilitar la compatibilidad con la maternidad. Un punto decisivo, que además pondría fin a una injusticia, sería modular el régimen de pensiones en función al número de hijos. La ruptura antropológica tiene un efecto específico grave sobre la familia: impide que cumpla sus funciones insustituibles socialmente valiosas: la estabilidad, descendencia, educación y formación de capital humano, creación de capital social, con externalidades positivas, solidaridad intergeneracional, que tiene como consecuencia la mejora de las condiciones de vida de sus y generación de ahorro. La pérdida de funciones tiene como consecuencia la ralentización del crecimiento económico y el aumento de los costes sociales. Ambos debilitan, hasta hacerlo imposible, el estado del bienestar.