Editorial

 

La incristianización católica

 

 

18/06/2018 | por ForumLibertas


 

 

Lo que nos sucede a los católicos es una incristianización, un concepto que utilizó Charles Péguy para definir la sociedad de su tiempo, que dejaba de ser cristiana, incluso en su forma de pecar. Desparecía el sentido de ser cristiano. Conceptualizado así puede parecer un juicio desmesurado Ojalá lo fuera, pero los hechos concretos, la realidad que siempre explica la verdad, muestran que no lo es.

Esa incristianización se fundamenta en dos grades corrientes destructoras. Una de ellas es la que hace que entidades cristianas, o que han nacido desde fines cristianos, no quieran ser confundidas, ni acompañar ningún hecho católico. No se trata de que no se definan como cristianas, esto es perfectamente normal, ni que no participen en eventos confesionales, esto también puede serlo. Se trata de que rechazan relacionarse con normalidad en temas seculares, ni formar parte de actividades donde predomine este signo. Lo hacen más allá de la prevención que pueda tener una entidad secular, porque en su origen están marcadas por la etiqueta cristiana, de la que intentan desprenderse. La razón es la de que así consiguen lograr mejor sus fines seculares, lo que remite a contribuir a la marginación del mensaje cristiano. No es la única manifestación.

Otra, y abundante, se da en el plano de la enseñanza escolar y universitaria, donde ha desaparecido toda referencia cristiana, donde la clase de religión ha quedado reducida a una cuestión de espiritualidad o tradición, o de culturas religiosas donde todas pesan lo mismo. La doctrina social de la Iglesia ha desparecido de demasiadas universidades católicas, incluso de aquellas que tiene al frente al propio obispo, y en su lugar se cursan optativas del tipo “Espiritualidad y Acción Social”, por citar una de las muchas modalidades “creativas”. Más allá de ello, la antropología cristiana escasea y eso se nota en los estudios de grados sobre educación, psicología, medicina. En los centros escolares no es infrecuente que la educación sexual, precisamente por aquella ignorancia antropológica, se traduzca en la misma irresponsable educación de los centros públicos, donde el uso del preservativo es el centro de la formación, en lugar de la educación en la dimensión afectiva sexual en el marco de una visión integral y finalista de la persona. De esta manera, lo incristiano se propaga de la mano de los recursos materiales y personales de las entidades cristiana, de la propia Iglesia.

 

Ponen la obra secular antes de la fe en lugar de ponerla al servicio de ella.

El otro gran vector es el de la desunión. Si debían reconocernos por el amor que nos profesamos estamos listos porque en la vida cotidiana se multiplica todo lo contrario, o bien se establece una proclamación de amor que no se traduce en obras. No se trata ya de pugnas teológicas y de diversas interpretaciones sobre la misión de la Iglesia. Esto que se da, y no es bueno, ha perdido fuerza precisamente por la propia debilidad cristiana. Junto con lo que queda de este tipo de conflictos, que en realidad acompañan a la Iglesia desde su origen, existen otros, como el que protagonizan determinados grupos católicos atrapados en la autorreferencia de su perfección. Son tan perfectos que no tienen espacio para aceptar nada de los otros, ni tan siquiera colaborar en algo común en la vida cotidiana de los católicos. Una variante es la opuesta, propia de grupos de perfil un tanto sectario, que siempre persiguen instrumentalizar al servicio de sus fines a otras asociaciones. Esto que llegó al paroxismo en años recientes está en parte amortizado, porque los agentes de la instrumentalización son bien conocidos, pero todavía no ha desaparecido del todo.

Y si la desunión por razones ideológicas de la “izquierda” y “derecha” se mantiene, pero más desfibrada que en épocas pasadas. Ahora la identidad ideológica conflictiva se desplaza al ámbito de la identidad territorial y también el de otra identidad, la de naturaleza sexual cabalgando sobre la ideología de género. Son identidades que reclaman y consiguen reconocimiento político especifico, ¡y de qué manera! fragmentando así la unidad del ser humano.  Es todo un relato político que incluye el feminismo de género, lo gay y transexual, y que tiene como enemigo la concepción natural basada en la naturaleza del hombre y la mujer, rebautizadas como “categorías binarias”, para situarlas en el plano de un convencionalismo ideológico, en lugar de ser constituyentes de la realidad humana. El varón es percibido desde aquel prisma ideológico como un enemigo estructural de la mujer, y esta ha de erigirse como un sujeto portador de derechos políticos y civiles específicos y distintos, no en aquellas cuestiones que son propias de la condición femenina, sino en todas las referidas al ser humano, y así pueden llegar a convocarse referéndums legales sobre cuestiones que afectan a todos, pero en los  que, como el sujeto principal es la mujer, los hombres no pueden votar, sin que ello produzca escándalo democrático, como lógicamente si lo produciría el caso opuesto. O las múltiples identidades LGTBI, también portadoras de derechos propios. La sociedad se fragmenta así en grupos en conflicto que disputan el poder, en una burda sustitución de la lucha de clases. Y en demasiadas ocasiones esta mentalidad se traduce en el seno de la Iglesia estableciendo juicios de acuerdo con su categoría.

En este caso, la fe en Jesucristo y la fidelidad a su Iglesia se supedita a la identidad, tendencia sexual y se persigue instrumentalizar aquella en razón de esta. El resultado es la confusión, cuando la característica del cristianismo es su claridad y sencillez, la división, y sobre todo el olvido de que el primer deber de todo cristiano es proclamar la Buena Nueva.