Colaboraciones

 

La muerte digna y el suicidio asistido

 

 

30 abril, 2019 | por Jaime Vierna


 

 

Con la muerte digna nos pasa a todos como con la paz: habría que estar loco para declararse contrario a ella. Pero, de la misma manera que hay una paz que sigue a la victoria, y una paz que sigue a la derrota, y una paz que reina en los cementerios, y habría que preguntar de qué paz estamos hablando, también cuando hablamos de muerte digna habría que preguntar qué entendemos por muerte digna, porque podría pasar que nuestro interlocutor no llamase muerte digna a lo mismo que nosotros.

A juicio de nuestros abuelos griegos y latinos, que veían la plenitud de la vida humana en el hombre libre y poseedor de ciudadanía, la presencia de una minusvalía o una tara incapacitaba para una vida digna del hombre; era, pues, una vida indigna, y el antídoto contra la vida indigna era una muerte digna: arrojarlos por la roca Tarpeya, por ejemplo.

La llegada del cristianismo comenzó a cambiar las cosas: la enfermedad ya no era considerada un castigo divino, la incapacidad no disminuía la dignidad humana, que venía directamente de Dios, y la idea de una muerte digna ya no fue la contraposición a un vida indigna -que no existía-, sino el cuidado humanitario y la preparación física y espiritual del que se acercaba al encuentro con el Padre.

Con las doctrinas utilitaristas del s. XIX y el desarrollo de la idea del “superhombre” volvemos al mundo clásico en la peor de sus facetas: la dignidad de la persona está en función de sus capacidades, y la vida de los discapacitados no tiene el mismo valor que la de las personas sanas, pudiendo llegar a considerarse vidas indignas de ser vividas. Llegado el caso, sería una muestra de compasión empujar a esas personas a la muerte.

Y aquí es donde aparece la eutanasia (“buena muerte”), que pretende ayudar al enfermo terminal a dar pronto el último y duro paso que acabe con sus angustias. En realidad, los que se dedican al cuidado de enfermos terminales constatan sin dificultad que un tratamiento eficaz del dolor, y una adecuada atención psicológica y espiritual –no sólo del paciente, sino de la familia, que sufre también las consecuencias del estado del enfermo- eliminan hasta en un 93-95%  de los casos los deseos de morir del moribundo.

A menudo se presenta a los que se oponen a la legalización de la eutanasia como si fueran partidarios de lo que se ha denominado “distanasia” (“mala muerte”), es decir, favorables a que se aplace por cualquier medio, a la desesperada, y cueste lo que cueste –biológica y económicamente- el momento de la muerte ya inminente del enfermo. Es lo que siempre se ha llamado “encarnizamiento terapéutico”, que es criticado por todos los estratos de la sociedad, y expresamente rechazado, entre ellos, por la propia Iglesia Católica.

Porque se ofrece la eutanasia como lo contrario a la distanasia, pero no es verdad: lo contrario a la distanasia es la “ortotanasia” (“muerte correcta”), un concepto relativamente nuevo nacido al paso de los adelantos técnicos que han hecho posible alargar la vida más allá de lo razonable. La ortotanasia es el rechazo del encarnizamiento terapéutico, la aceptación de que llega un momento en el que no tiene sentido empeñarse en evitar lo inminente inevitable. Es la opinión que manifiesta el grueso de la población cuando se explican estas cosas detenidamente, y la posición también que mantienen el Estado español –que la ha incluido en los derechos del paciente- y, de nuevo, la Iglesia Católica.

Pero, como decía al principio, todo esto se refiere al enfermo terminal, al que se enfrenta a sus últimos días. No a personas con discapacidades compatibles con la vida (paraplejias, tetraplejias, síndromes cromosómicos…). Lo que se aplicaría en estos últimos sería suicidio asistido, no eutanasia.

El suicidio asistido se presenta como una forma de caridad, casi como un acto de amor sublimado. Y, desde luego, no podemos menos que contemplar con admiración y simpatía los años de devoto cuidado del enfermo progresivo, hasta la extenuación física y psíquica del cuidador. Pero no podemos abrir la puerta a la disposición de una vida humana –que durante toda la historia de la civilización que nos sustenta ha sido considerada como “indisponible”- porque supondría un debilitamiento del respeto incondicional que le es debido: después de eso, ninguna vida se puede considerar “intocable” durante mucho tiempo. Porque, ¿dónde pondremos el límite, el grado de sufrimiento a partir del cual sería aceptable una petición de ayuda al suicidio? ¿Por qué unos casos, sí, y otros, no? ¿Sería aceptable en caso del Alzheimer?, ¿y de cáncer?,¿por la pérdida de un ser querido?, ¿y también por un desengaño amoroso?, ¿porque la vida ha dejado de tener sentido?, ¿o por acoso escolar?

La experiencia de los Países Bajos revela lo resbaladiza que es la pendiente: han recorrido ya todos los niveles que van desde la “eutanasia voluntaria” para mayores de edad, con dolor invencible, enfermedad incurable y voluntad expresada repetidamente, pasando por la “eutanasia no voluntaria”, de aquellos enfermos inconscientes a los que se atribuye una voluntad de morir que no han expresado, hasta la “eutanasia involuntaria” de pacientes conscientes y capaces, que ni la piden ni se les consulta. Y en rangos de edad crecientes: en 1993, ante la evidencia de la realidad (la práctica de la eutanasia era ya habitual), se aprobó el derecho a la eutanasia en las condiciones mencionadas. Sólo tres años más tarde, el 30% de las eutanasias se habían realizado sin el consentimiento del paciente. En 2002 se amplió a mayores de 16 años que lo solicitasen por escrito, aun sin conocimiento paterno, y a jóvenes de entre 12 y 16 años, mediando el consentimiento de los padres. En 2005 se ha ampliado a todos los recién nacidos y lactantes. Las últimas estadísticas hechas públicas -de 2017- dicen que los casos de muerte provocada supusieron más de la cuarta parte de las muertes en aquel año.

Deberíamos preguntarnos si no habremos llegado demasiado lejos por el camino equivocado, si no estamos traspasando los límites.