Tribunas

Los vaticanistas olvidan que el Espíritu Santo gobierna la Iglesia

 

 

Salvador Bernal


 

 

No oculto mi cansancio ante la reiteración de algunos responsables informativos sobre asuntos suficientemente conocidos y explicados. Así, ante la última entrevista concedida por el papa Francisco a un corresponsal extranjero. Vi un resumen larguísimo de la transcripción, pero lo dejé enseguida: me daba pena que hicieran al papa preguntas contestadas hasta la saciedad.

Pensé que por ahí no va el Espíritu Santo, que es novedad, originalidad, no rutina ni acostumbramiento. Y caí en la cuenta de que el próximo domingo es ya Pentecostés: volví a un documento clásico, la encíclica Dominum et Vivificantem, todo un tratado de Pneumatología. Juan Pablo II la publicó el 18 de mayo de 1986: fue la cuarta de su largo pontificado, después de escribir sobre Cristo Redentor, la misericordia divina y el trabajo humano. Sentía claramente dentro de su alma la misión de anunciar el Espíritu a un mundo demasiado imbuido de materialismo, cuando se acercaba el final del segundo milenio después de Cristo: confirmación también de que el jubileo del 2000 es una de las claves hermenéuticas del pontificado.

El documento comienza con unas palabras que sintetizo: “La Iglesia profesa su fe en el Espíritu Santo que es 'Señor y dador de vida'. Así lo profesa el Símbolo de la Fe, llamado nicenoconstantinopolitano por el nombre de los dos Concilios —Nicea (a. 325) y Constantinopla (a. 381)—, en los que fue formulado o promulgado. En ellos se añade también que el Espíritu Santo 'habló por los profetas'. Procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria: él es una Persona divina que está en el centro de la fe cristiana y es la fuente y fuerza dinámica de la renovación de la Iglesia”. (Un inciso: el Credo de los Apóstoles, que se está imponiendo quizá en la praxis litúrgica, es más breve y, desde luego, pobre en relación con la Tercera Persona).

Además, movía a Juan Pablo II la contemplación de “la herencia común con las Iglesias orientales, las cuales han custodiado celosamente las riquezas extraordinarias de las enseñanzas de los Padres sobre el Espíritu Santo”. Comienzo a escribir estas líneas cuando el papa Francisco está en Rumanía. Realmente, impresiona el esfuerzo ingente que ha hecho Roma, al menos desde san Juan XXIII, para acelerar la unión de los cristianos, con la gran ilusión de que la Iglesia católica volviera a respirar “con sus dos pulmones”: el de oriente y el de occidente.

De ahí la importancia de confiar en la acción del Espíritu, como el respirar de toda la vida cristiana. Al cabo, las palabras del Credo sobre el misterio de la Trinidad no son algo abstracto, porque es completamente real la inhabitación en el alma en gracia, más íntima que la propia intimidad, impulso y guía, aun sin ser conscientes. El término respirar es metáfora y realidad: el spiritus es aire que se respira, viento, soplo, aliento, inspiración, ya desde comienzo de la existencia humana según el relato del Génesis; hasta el momento de morir, en que se entrega el espíritu. El viento se hace impetuoso y se materializa en lenguas de fuego el día de Pentecostés: pero es de ordinario luz, fuerza, energía silenciosa y escondida dentro del alma (sin perjuicio de aflorar en multitud de dones y carismas, al servicio de los demás).

Este año, además, nos encaminamos hacia la Venida del Espíritu Santo cuando ha terminado el mes de mayo, dedicado a la Virgen María. No hace nada, la habíamos contemplado al pie de la Cruz –stabat Mater-, de donde procede el Paráclito: allí la recibimos como Madre, pero es quizá más Mater Ecclesiae entre la Ascensión y Pentecostés: estaba con los apóstoles en el cenáculo, pidiendo “con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación ya la había cubierto con su sombra” (Lumen Gentium, 59). Pablo VI incluyó esa invocación, si no me falla la memoria, en la letanía lauretana y, la continuidad del magisterio pontificio se refleja en la institución por Francisco de la fiesta dedicada a María como Madre de la Iglesia el lunes de Pentecostés. Porque, como recordaba Juan Pablo II, “la era de la Iglesia empezó con la ‘venida’, es decir, con la bajada del Espíritu Santo sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María, la Madre del Señor”.