Colaboraciones

 

Amar y ser amados (II)

 

En relación con la adolescencia

 

 

26 marzo, 2020 | por Estanislao Martín Rincón


 

 

 

 

Desde un punto de vista educativo, conviene significar que el principio fundamental de toda educación está en contar con el amor propio del educando, sea niño, joven o adulto. Para cualquier educador será imprescindible entender que la construcción de la persona se asienta sobre el amor propio y no hay verdadera formación humana si el amor propio no está bien formado.

Probablemente esto se entenderá mejor si enfocamos la cuestión desde la autoestima. Sin amor propio no hay autoestima que valga y sin autoestima no hay posibilidad de llegar a tener personas maduras, hombres y mujeres hechos.

Desde hace algunos años el concepto de autoestima se ha visto sometido a una inflación que no le ha beneficiado; se habla de la autoestima a todas horas y casi por cualquier motivo. Cuando esto ocurre, no es extraño que desconfiemos del concepto y de la misma palabra, y acabemos dándole la espalda aunque solo sea por cansancio. Yo observo ese peligro con la autoestima, pero hay que decir que es un concepto fundamental en todas las etapas de la vida, y que resulta decisivo en la adolescencia.

Pues bien, una buena autoestima se trabaja y se logra si se encauza y se va satisfaciendo día a día la necesidad de ser amado.

La cuestión más problemática con los adolescentes reside en el hecho muy frecuente de que no es fácil gestionar el amor al hijo adolescente. Al hijo que ya no es niño se le quiere tanto como cuando lo era, pero él no siempre está en condiciones de apreciarlo.

Ocurre que, dicho en general -quitemos tantas excepciones como haga falta-, los muchachos en esta edad tienen una enorme necesidad de ser queridos mientras que ellos no están en condiciones de volcarse con nadie (con nadie de la familia, porque con amigos o con los primeros amores, sí se vuelcan). Muchos padres confunden eso con egoísmo, y no digo que no lo haya, pero no acaba de ser totalmente cierto.

Hay que distinguir entre egoísmo y egocentrismo; el egoísmo hay que combatirlo en todo caso, el egocentrismo hay que canalizarlo. Cualquier adolescente, por el hecho de serlo, es egocéntrico, ahora bien, yo no me atrevería a decir que son egoístas. Yo sé por amplísima experiencia en el trato con ellos que si se les sabe trabajar, derrochan generosidad. Otra cosa es que nos parezca que son egocéntricos en exceso. Eso sí puede ser. ¡Pero cómo no van a serlo! Es como si se objeta que un enfermo es muy egocéntrico porque está reclamando atención permanente. Pues claro, y un tetrapléjico más egocéntrico todavía, pues su situación exige que le den todo hecho, sin poder dar ni hacer él nada por su parte. Ya le gustaría. Pero a nadie se le ocurriría tacharlos de egoístas.

Esos mal llamados egoísmos no tienen carga de culpabilidad moral, al menos en su origen (pueden tenerla, porque también se puede ser adolescente egoísta de manera culpable, o enfermo, o tetrapléjico) pero entendamos las situaciones. ¿Cómo va a dar algo de sí quien no tiene nada que dar?, cuando uno está en un momento en que no se tiene ni se basta a sí mismo, ¿qué va a dar? En cambio, pídele un esfuerzo concreto para un momento concreto, hazle ver que le necesitas, ilusiónale con algo que merezca la pena: será difícil que te falle.

Cuando alguien se sabe querido, le estamos diciendo que él merece la pena. Verse uno a sí mismo como alguien que merece la pena tiene una importancia fundamental. Todo lo que se pueda trabajar en este campo es poco. Y no se piense que eso lo da la naturaleza, que no es verdad. Nuestra naturaleza, por sí sola, está muy herida, muy contaminada, y lo que da por sí misma son frutos contaminados, enfermos. El amor a uno mismo -igual que el amor a los demás- hay que trabajarlo, porque por sí solo no brota.

Hay un porcentaje muy alto de muchachos, especialmente chicas, que tienen un concepto de sí mismos muy pobre, no se encuentran a gusto consigo mismas, no se gustan. Eso hay que evitarlo tanto como se pueda porque es malo, genera tristeza y les hace encarar la vida con un déficit muy grande.

¿Cómo se trabaja la autoestima? Trabajando los pilares en los que se apoya.

Los pilares principales en los que se se apoya la autoestima son estos tres que actúan en estrecha dependencia porque son complementarios: saberse querido, verse útil y tener expectativas positivas. Saberse querido sin condiciones, independientemente de capacidades o resultados; verse útil precisamente por la satisfacción que produce el ejercicio de las propias capacidades y la obtención de resultados fehacientes; y tener expectativas de futuro que alimenten sueños posibles porque en la adolescencia y en la juventud se vive más de futuro que de presente.

Para lo que ahora interesa, tratamos solo del primer pilar de la autoestima, el saberse querido. Esto vale para todos, chicos y chicas, pero especialmente para ellas porque en la psicología femenina se acentúa el gustar, el agradar; pero no se entienda mal, como si esto fuera una carencia. Al contrario es un tesoro, que si se educa bien, conduce a un fin precioso, que es desarrollar y poner en práctica una de las mejores cualidades femeninas que consiste en dulcificar la vida de los demás, en hacer agradable la existencia de los que dependen de uno.

Pues bien, nadie puede convencerse de que es capaz de agradar a los demás si no se gusta a sí mismo. En mis años de docencia he insistido en este punto una y otra vez, por activa y por pasiva, con mis alumnos de más y menos edad, y cuando he tenido oportunidad, con sus padres. Un porcentaje altísimo de las dificultades que muestran las familias que tienen problemas con hijas adolescentes vienen de la falta de amor propio bien entendido. Si una adolescente tiene su amor propio bien equipado porque se ve querida por las personas de su entorno, sus padres, sus hermanos, sus parientes, sus amigos, no se dejará arrastrar por el afecto de cualquiera. Pero si esa necesidad de ser amados está sin cubrir, probablemente el primero que la satisfaga tendrá mucho terreno ganado en su corazón.

Si una chica no se ve valiosa en su vida ordinaria porque no recibe los mensajes de afecto de quienes le deberían llegar, corre un alto riesgo de regalarse a cualquiera que se los brinde, al primero que le regale una carantoña. El primero que le puede regalar una carantoña hasta hace algún tiempo solía ser otro muchacho. Eso no ha desparecido, suele seguir siendo un muchacho, pero el abanico de una chica hoy está abierto también a otras chicas o a adultos desaprensivos. No son tan infrecuentes los casos.

¿Quién le tiene que decir a una adolescente que su persona merece la pena? ¿Qué opiniones son las más importantes? La primera, la de los padres, pero muy especialmente la del padre. ¿Por qué la del padre? Porque el padre, el varón adulto, si cumple bien con su cometido, representa la autoridad, la firmeza, la objetividad, la serenidad, el rigor de la verdad, la claridad en el juicio, la sensatez. La palabra del padre tiene un peso especial, sobre todo cuando viene avalada por una conducta medianamente coherente (cuanta mayor coherencia, mejor, pero tampoco deben desanimarse los padres porque se vean faltos de ella). Cuando un padre habla de verdad y lo dice con palabras ajustadas, no cabe que esas palabras sean desoídas; el hijo podrá distanciarse de ellas, podrá actuar en sentido contrario a lo que se le dice, oponerse, criticarlas, etc., pero no las echará en saco roto, las guardará en la mochila y echará mano de ellas en muchas ocasiones. La palabra del padre deja huella en el corazón, y con los años, pueden acabar convirtiéndose en un auténtico tesoro.

Procede ahora fijarse con atención en un riesgo que comporta la educación del amor propio. El riesgo está en que en lugar de potenciar el amor propio bien entendido, estemos abriendo la puerta a su contrario, al egoísmo, al amor propio mal entendido, o sea el engreimiento y la vanidad. ¿Hay que estimarse? Sí, pero no en más de lo que conviene, “moderadamente”, dice San Pablo (Rom, 12, 3).

Si a una niña le están diciendo en todo momento todo lo buena, lo guapa y lo virtuosa que es, hay muchas probabilidades de que se hinche como una pompa y en lugar de desarrollar un sano amor propio, se crea que está por encima de los demás y que todo el mundo debe rendirle pleitesía.

Quienes hemos nacido con el pecado original (que, menos la Virgen María y Jesucristo, somos todos) tenemos incorporado en nuestro interior una especie de glándula psicológica tóxica que está segregando soberbia de manera continua sobre nuestra alma y de la cual no hay modo de desprenderse a no ser por la acción extraordinaria de la gracia. Estrictamente hablando, esta fatalidad no pertenece a nuestro ser, pero sí está en nosotros y nos acompañará largos años, probablemente hasta la tumba. Yo creo que es bueno que seamos conscientes de este polizón del alma que se instala como compañía imperdible. Es bueno saber que está ahí y es bueno contar con sus secreciones en nosotros mismos y en los demás, y, sobre todo para no caer en ingenuidad y no llamarnos a engaño cuando unos u otros nos dejemos seducir por ella.

A veces oímos decir de tal o cual persona que es soberbia o muy soberbia. Cuando este comentario se produce -supongámosle cierto-, lo que en realidad se está diciendo es que tal persona supera la media (que ya es bastante alta). Este es uno de los retos más complicados para quien tiene que educar: afianzar en el amor propio, cuidarlo y fomentarlo, al tiempo que se cierra el paso o se lucha contra la soberbia.

¿Cómo se lucha contra la soberbia? La respuesta es bien conocida: contra la soberbia se lucha desde dos frentes, que en realidad son uno solo, pero en la práctica viene bien distinguirlos: el primero es educando en el amor a la verdad, más aún, en la pasión por la verdad. El segundo frente es el de la humildad. La soberbia solo puede combatirse con y desde la humildad.

 

Amar y ser amados (I)