Figuras espirituales

 

Esas personalidades de doble cara

 

¿Por qué personalidades atractivas, como la de Jean Vanier, o la del padre Georges Finet, que ha acompañado a Marthe Robin, se revelan sombrías, autoritarias, narcisistas y seductoras? Reflexiones de Marie-Jo Thiel, médico, miembro del Grupo europeo de ética de las ciencias y de las nuevas tecnologías (GEE).

 

 

20 mayo 2020, 16:06 | La Croix


 

 

 

 

 

 

 

Mientras Jean Vanier (1928-2019) gozaba de consenso tanto en el mundo católico como fuera de él, porque ha fundado una magnífica obra que ha contribuido a cambiar la mirada de la sociedad sobre las personas con discapacidad mental, el 22 de febrero de 2020 el Arca hace público un comunicado informando de los abusos sexuales de su fundador. En él se informa de que entre 1970 y 2005 ha abusado de la confianza de, al menos, seis mujeres adultas sin discapacidad, que buscaban en él una guía espiritual.

Además del trágico sufrimiento de las víctimas directas e indirectas, queda la cuestión fundamental: ¿cómo este hijo de Gobernador general de Canadá, doctor en teología por el Instituto Católico de París, hombre humilde y brillante, ha podido llegar a esa posición y esconder tan bien esta parte tenebrosa de sí mismo? ¿Y por qué cuando, semanas antes de su muerte, se le pregunta, no reconoce nada, sino una relación con una mujer, relación que califica como recíproca?

 

Toda persona tiene su parte de sombra

La doble cara de Jean Vanier nos recuerda que en todo ser humano hay una parte de sombra, animal, donde la sexualidad (que no se reduce a la genitalidad) está prepotentemente presente. Es verdad que esta parte oscura no lleva, en general, a tales dramas. Pero reconocerla -aunque sea bochornoso, aunque algunos discursos tienden a esconderla- es esencial, bajo pena de dejar ingenuamente que un lobo haga estragos en el aprisco.

Toda conducta humana se encuentra determinada por múltiples condicionamientos (fisiológicos, psicológicos, socioculturales, educativos, familiares…) y todas las relaciones interhumanas están, en una cierta manera, sexuadas, hasta nuestra imagen del otro y de Dios, así como nuestra oración… Sería ingenuo creer que las pulsiones sexuales llevan espontáneamente al respeto al otro y a la realización personal. El ser humano, como recuerda S. Freud [1], «no es un ser bondadoso con el corazón sediento de amor […] sino un ser que debe añadir a la cuenta de sus datos instintivos una buena suma de agresividad» y de violencia, una mezcla pulsional guiada únicamente por la búsqueda de placer. La vida social comienza con la regulación del deseo por medio de la prohibición de fusión y las referencias de la ley. La cultura, las normas y los valores inscriben el cuerpo de deseo en un cuadro que permite limitar la agresividad humana al precio de una culpabilidad estructuradora para el individuo y la sociedad. Por lo demás, desde su primera infancia, el ser humano conserva la nostalgia de una omnipotencia de placer (D. W. Winnicott) a la que es susceptible de regresar en momentos difíciles de la existencia.

 

Personalidades divididas

Todo traumatismo, en la infancia o más tarde, puede afectar la líbido, llevar, por ejemplo, a una sexualidad compulsiva (el paso irresistible al acto). Si es grave y no dicho, puede llevar a una división del Yo [2], una estructuración psíquica perversa, cuyo funcionamiento confunde profundamente un espíritu racional. Narcisista y seductor, un individuo tal es, en un aspecto de su personalidad, perfectamente adaptado a lo real, pero, por otro aspecto de su psique, busca, sobre todo, disfrutar (y no el placer de una verdadera relación). Sin experimentar la mínima culpabilidad, se sirve de su presa, que reduce a una cosa, la manipula apoyándose en distorsiones cognoscitivas, es decir, un uso perverso de la Biblia y de la doctrina para justificarse. Así, Jean Vanier habría dicho a una de sus víctimas: «Tu eres elegida, tú eres especial, es un secreto»; a otra: «Jesús y yo, no somos dos, somos uno. [...]. Es Jesús quien te ama a través de mí». Frases que se encuentran en el discurso del hermano Lamorak, víctima del mismo «padre» espiritual, Marie-Dominique Philippe, en que reproduce el control sobre Sophie Ducrey [3].

La doble personalidad de Jean Vanier encuentra un principio de explicación cuando se retrocede al control que sobre él ejercía Thomas Philippe (1905-1993), hermano del anterior: un control profundamente traumático que ha desembocado en una división del Yo, pero que siempre ha sublimado para apoyar a su mentor, incluso cuando la Iglesia le había sancionado por faltas graves, sin dudar en llegar a la mentira con tal de defenderle.

Por fortuna, normalmente no nos encontramos ante manipulaciones perversas difíciles de identificar rápidamente. Pero no es menos verdad que la génesis de la persona es un proceso complejo de organización pulsional y de acceso a una cierta alteridad gracias al lenguaje y a las relaciones sociales. La implementación del Superyó con la fase edípica produce la idealización, cuyo contraposición es la culpabilización como arrepentimiento/remordimiento del Yo cuando no se encuentra a la altura. Pero, haciendo esto, la culpabilidad también permite orientarse en el dédalo de las propuestas sociales y de los requerimientos contradictorios de las pulsiones.

 

Humildad y vigilancia

Al final, seguro que ya lo hemos comprendido, el ser humano no es pura transparencia y no le basta querer para llegar al acto que quiere hacer. El inconsciente, sin comprometer toda la libertad, ejerce un ascendiente sobre su conducta, pero haciendo esto, dice Paul Ricœur, «ofrece a la conciencia una posibilidad indefinida de cuestionarse a sí mismo y de darse a sí mismo sentido y forma» [4]. Pues se trata de una persona libre y razonable que procura reconciliarse consigo mismo, con su historia, con lo que quiere llegar a ser… en un actuar que que asume lo que está escondido, sin absolutizar ni esta forma de involuntariedad, ni su razón, ni su libertad. Toda conducta representa un laberinto complejo que conduce a una doble actitud: la humildad, pues es imposible separar esa relación, ya que nadie sabe por dónde pasa la frontera entre lo voluntario y lo involuntario; y, después, una vigilancia redoblada de la conciencia, que acepta estas fuerzas subterráneas, pero sin hacer de ellas una excusa. Pues lo que se toma por virtud puede que no sea más que una estructura de defensa o de compromiso. Y lo que se toma por falta y pecado, puede que no sea más que una falta relacionada con lo involuntario que caracteriza la finitud (una pulsión sexual irresistible, por ejemplo).

Y, como decía Pablo a los Romanos, constatamos que “no hago lo bueno que deseo, sino que obro lo malo que no deseo” (7, 19). Nuestra humanidad vive en claroscuro, confiada a nuestra responsabilidad.

 

 

Marie Jo-Thiel

 

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[1] Malaise dans la civilisation, PUF, 1971, p.64.

[2] Marie-Jo Thiel, L’Église catholique face aux abus sexuels sur mineurs, Bayard, 2019, p. 235 sq.

[3] Étouffée. Récit d'un abus spirituel et sexuel, Paris, Editions Tallandier, 2019.

[4] Paul Ricœur, Philosophie de la volonté. 1. Le volontaire et l’involontaire, Aubier, 1950, p. 355.