Tribunas

Pell: sufrir con Cristo y por la Iglesia

 

 

Ernesto Juliá


 

 

 

 

 

Ya no ocupa lugar alguno en ningún periódico, y me parece que puedo decir sin temor a equivocarme, que tampoco es motivo de interés o preocupación por parte de un número considerable de personas. Quizá en Australia, y en algún rincón del Estado Vaticano, se siga hablando de lo sucedido. ¿Se ha terminado todo aquí? ¿Puede el silencio ahogar el maravilloso y sencillo ejemplo de vida cristiana, de ser cristiano, de sufrir cristiano que nos ha dado el Cardenal Pell?

Ya el Señor anunció a los apóstoles que, así como Él había sufrido persecución, malos tratos, calumnias, también ellos pasarían por esa situación, y sufriéndolas, serían testigos de Su divinidad, se unirían a Su Cruz, y Cristo sufriría con ellos para seguir redimiendo el mundo y remover los corazones y los hombres nos convirtamos a Él.

“Nunca hubiera creído que fuera posible sufrir tanto. ¡Nunca! ¡Nunca! Sólo puedo explicármelo por los ardientes deseos que he tenido de salvar almas”.

No sé si el cardenal Pell se ha acordado de estas palabras que santa Teresita el Niño Jesús pronunció el mismo día de su muerte. La serenidad y la paz con las que llevó durante años estos tiempos de ataques calumniosos, contra él y contra la Iglesia, me llevan a pensar que sí.

Primero la injusticia de las afirmaciones calumniosas contra él encuadradas dentro del escándalo de los abusos cometidos por sacerdotes; después, la falacia de los dos primeros juicios con un jurado incapaz de ver la realidad; y con la ceguera de dos jueces que dieron crédito a unas afirmaciones que carecían de toda la seriedad para poder ser pruebas convincentes de un delito, como reconoció al fin la Corte Suprema australiana.

El único acusador afirmó que un amigo suyo había sido también abusado. Ese amigo, que murió hace años de sobredosis y que nunca había presentado ninguna acusación contra el Cardenal, confesó a su madre poco antes de morir que jamás había habido tal abuso.

Pell perdonó desde el principio a su acusador; no dudó en volver de Roma a Australia para defenderse personalmente de la falsa acusación. Rezó siempre para que semejantes abusos cesaran en la Iglesia, y en el mundo, y para que los sacerdotes culpables recibieran las penas eclesiásticas y civiles necesarias, se convirtieran, se arrepintieran, pidieran perdón; y se cuidara el buen nombre de la Iglesia de Cristo.

El sufrimiento se hizo más fuerte y doloroso, me atrevo a pensar, al ser encarcelado y recibir la prohibición de celebrar la santa Misa, cosa verdaderamente sorprendente y que haya podido ocurrir.  ¿Le había dejado Cristo de Su mano? Tampoco de Roma le llegaron señales claras y convincentes de que todos creían –estaban seguros- de su inocencia.

El Señor permite en la vida de hombres y mujeres que dan toda su vida por Él y por su Iglesia -lo he podido ver hecho realidad en más de un sacerdote, y padres y madres de familia, etc.- vivan situaciones semejantes de dolor, injusticias, abandonos de seres queridos, etc., que les hacen sufrir mucho. Más de uno ha llegado hasta vivir el clamor de Cristo en la Cruz: “Padre, porque me has abandonado”. Y como el Señor, han vivido el gran acto de amor que el mismo Cristo vivió: “ ¡En tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu!”.

Pell goza ahora de la libertad que nunca debieron quitarle. Y habiéndole conocido en mis tiempos romanos, no me cabe la menor duda de que habrá ofrecido todo este sufrimiento, bien unido a Cristo, y por el bien de toda la Iglesia. El ejemplo que nos ha dado ha sido un gran servicio a nuestra fe, a todos los cristianos, y muy especialmente a la de todos los australianos.

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com