Fiestas religiosas

 

Jesús comunica la luz divina

 

En medio del periodo estival, los cristianos celebran la fiesta de la Transfiguración. ¿Qué pensar de este relato, lleno de manifestaciones sobrenaturales, que se pueden considerar, por lo menos, extraños? La respuesta del padre Sylvain Gasser, asuncionista.

 

 

04 ago 2020, 21:21 | La Croix


 

 

 

 

 

En la montaña, en el lugar donde la tierra se eleva en la luz, ante Pedro y los "hijos del trueno", Santiago y Juan, Jesús aparece como fuente de la luz. «¡Qué conmovedor es este rostro!, escribe Anastasio Sinaíta. Es el hogar de Dios y la puerta del cielo»; por él «vemos a Dios con forma de hombre, con el rostro resplandeciente, más resplandeciente que el sol». «Mirad este sol, como fulgura», exclama Juan Damascenos.

Las imágenes de la fecundidad solar llenan este relato, pero no podemos quedarnos en ellas, porque podemos correr el riesgo de asistir a un espectáculo que ya no tendría nada que ver con nuestra vida actual. Para toda la vida de la Iglesia, tanto occidental como oriental, esta transfiguración es, ante todo, la de los discípulos. En un momento de iluminación reciben la revelación de la identidad verdadera de aquel al que consideran su Maestro. En esa cumbre, donde lo celeste se condensa en la blancura de la nieve, han pasado de la máscara al rostro, del exterior al interior, de la apariencia al misterio. En Cristo, la belleza divina restaura, en la luz, la belleza humana. Cada cristiano es invitado a revivir este pasaje en su encuentro con el otro: atravesar la figura para presentar la realidad íntima, el diseño secreto que involucra al hombre y a Dios.

La Transfiguración nos enseña que la luz ya no viene de fuera, como un relámpago aterrador, sino desde la profundad misma de nuestro cuerpo injertado en el de Cristo. No hay nada que sea más espiritual que el cuerpo. Es, por consiguiente, hacia este que nuestra cabeza debe girarse, y es desde los pies de la montaña que aprendemos a «descifrar los rostros que nos rodean, cada rostro, como si fuera el fin del mundo: el lugar donde todo comienza a arder» (Olivier Clément).

La humanidad está ante una decisión vital: la transfiguración, que es el pleno reconocimiento de la identidad del otro, o la desfiguración, que es la negación de su cuerpo y de su alma. ¿Acaso no es el momento ahora de liberar el fuego escondido, como ahogado, bajo la ceniza del mundo, este mundo imperfecto donde, con demasiada frecuencia, reinan la fascinación de la lógica de la guerra y la perversión de una cultura de muerte? Es posible que nunca el hombre haya sido tomado en tanta consideración como en este relato. Es a él, que no osa tomar la medida de su responsabilidad, al que el Señor dice: «Mira: hoy pongo delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal (…). Elige la vida, para que viváis tú y tu descendencia» (Dt 30 15; 19).

La fraternidad revelada mitiga todo intento de desfiguración, porque ya sabemos que cada hombre es susceptible de ser revelado como Jesús lo fue en la montaña. Y nosotros «reconfiguraremos» al hombre si aceptamos mirarlo, aunque sea sólo un instante, con la mirada del Padre.

 

P. Sylvain Gasser

Imagen: Giovanni Bellini, La transfiguración de Cristo, 1478-1479, Museo Nazionale di Capodimonte, Nápoles.