Colaboraciones

 

¿Y quién quiere a un pobre?

 

¡Todos necesitamos aquilatarnos! ¡Todos albergamos consciente o inconscientemente impurezas! ¡Todos somos pobres!

 

 

20 noviembre, 2020 | por Jordi-Maria d’Arquer


 

 

 

 

 

¿Es cierto que amamos a nuestro prójimo? Es la pregunta del millón, porque forma parte de la Plenitud de la Ley, en palabras de Jesucristo en su cita al escriba que le tienta (Mc 12,28-31): “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”; es, en concreto, el segundo precepto de los dos contenidos en ella, inmediatamente después del que le da su completo sentido: “Amarás a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. La respuesta es clara y hasta contundente. Por eso, cuando pienso lo que pienso, me corroe las entrañas.

Y sigo pensándolo, si acepto lo que pienso… Es entonces cuando advierto que a menudo me pregunto si es cierto que sigo a Cristo sobre todos mis amores terrenales o si solo soy católico de boca. Y, como todo se ve con mayor perspectiva en los demás, me planteaba estos días un viejo resquemor que, de una manera o de otra, con muy diversos acontecimientos provocados “por los demás”, siento un malestar interno como el que propiamente me roe las entrañas: ¿Amo al pobre? Pues, si no sé responderme a las claras esta simple pregunta, ¿por qué veo tan claro el porqué no aceptará esa mujer al novio de su hija, tan majo que es? Porque a esa mujer tan dominante, tan altiva, tan elitista, tan tiquismiquis, tan… como es su madre, se le ha atravesado ese novio, solo porque no es de su clase social. Y nada, que no lo aguanta, y por eso -además de su rechazo emotivo- sigue en sus trece con que no quiere que se case con tu hija.

Sí. Es cierto que no amamos al pobre. El pobre pesa. Aquilata demasiado fundente –el fuego quema-, y provoca rechazo incluso si sabemos la teoría de la vieja práctica de los quilates: que es preciso que se funda el oro para purificarlo de sus impurezas. ¿Pureza? ¿Acaso existe la pureza bajo la capa del cielo? ¿No es más bien algo etéreo que nos hemos inventado para que nos vengan ganas de ir al Cielo eterno, ese Cielo que Dios nos ha prometido?

Y –ahora que miro a la madre de esa chiquilla- ya lo veo más claro. ¡Todos necesitamos aquilatarnos! ¡Todos albergamos consciente o inconscientemente impurezas! ¡Todos somos pobres! ¿Será por eso que todos nos rechazamos cuando advertimos los defectos de los que tratamos en nuestro día a día, eso es, nuestros prójimos? ¿No será más bien que lo rechazamos a él para no aceptar que debemos rechazarnos nuestras propias podredumbres? No sé… Sigo pensando… El lema de la Jornada Mundial del Pobre de este año: “Tiende tu mano al pobre”. Le doy vueltas… Soy pobre… pecador…

De golpe, en mi camino a casa, me topo con un mendigo. Es argelino y se me dirige preguntándome en francés si hablo francés. Va sucio. Más aún: apesta a alcohol. Me pide dinero. Le pregunto que si lo quiere para comer o para emborracharse, y me dice muy serio que tiene hambre, porque hace días que no le da para comprarse una barra de pan. Le doy un euro en su mano sucia y le hablo de Cáritas, mientras pienso en mi casa calentita… Se me va corriendo, sin darme las gracias. Le grito: “¡Eh, que aquí delante hay una panadería donde hacen bocadillos!”. Él sigue huyendo, y grita de lejos en un castellano incólume: “¡Me comparé carne!”, contesta el desgraciado. ¡Pobre! ¡Cómo me entiendo, ahora! ¿Es así como se siente Dios con mis miserias?