Figuras espirituales

 

«¿Dónde ha ido a parar la esperanza?»

 

Nacido en 1881, Pierre Teilhard de Chardin se dedicaba a la paleontología, convencido de que la convergencia «entre la ciencia y la fe llegaría a ser natural en el candente terreno de los orígenes de la humanidad». Aquí nos ofrece una hermosa reflexión sobre la esperanza.

 

 

03 ene 2021, 19:21 | La Croix


 

 

 

 

 

Meditar

Históricamente, la esperanza de un futuro para el mundo nunca ha dejado de guiar, como una bandera, los progresos de nuestra fe. Los israelitas han sido personas perpetuamente «a la expectativa»; y los primeros cristianos, también. Pues la Navidad, que, según parece, habría debido cambiar radicalmente nuestra mirada y centrarla en el pasado, no ha hecho más que orientarla todavía más lejos, hacia adelante. Aparecido por un momento entre nosotros, el Mesías no se ha dejado ver y tocar sino para perderse, una vez más, más luminoso y más inefable, en la profundidad del porvenir. Ha venido. Pero ahora debemos esperarle todavía, de nuevo y más que nunca, no ya solamente un pequeño grupo de elegidos, sino todos los hombres. El Señor Jesús volverá deprisa sólo si nosotros le esperamos. Y el esperamos mucho. Lo que hará florecer la Parusía es una acumulación de deseos. Cristianos, con la tarea ante Israel de conservar siempre viva en la Tierra la llama del deseo, veinte siglos después de la Ascensión, ¿qué hemos hecho de la esperanza? Desgraciadamente, el afán un poco infantil, junto con el error de perspectiva, que había hecho creer a la primera generación cristiana en una vuelta inminente de Cristo, nos ha dejado decepcionados y nos ha hecho desconfiados. Las resistencias del Mundo al Bien han desconcertado nuestra fe en el Reino de Dios. Quizás, un cierto pesimismo apoyado en una concepción exagerada de la pérdida original nos ha conducido a creer que, en definitiva, el Mundo es malo y no tiene remedio. Y así hemos dejado que disminuyera el ardor en nuestros corazones dormidos. Sin duda vemos, con más o menos angustia, que la muerte individual se acerca. También, sin duda, oramos y trabajamos concienzudamente «para que venga el Reino de Dios». Pero, en realidad, ¿cuántos entre nosotros se estremecen realmente en el fondo de su corazón, ante la loca esperanza de una refundación de nuestra Tierra? ¿Quiénes son los que, en medio de nuestra noche, navegan orientados hacia los primeros albores de un Oriente real? ¿Quién es el cristiano en el que la impaciente nostalgia de Cristo, llega, no a sumergir, (como debería ser) sino solamente a equilibrar el cuidado del amor o de los intereses humanos? ¿Quién es el católico tan apasionadamente dedicado (por convicción y no por conveniencia) a las esperanzas de la Encarnación que hay que dilatar, como tantos miembros de organizaciones humanitarias se dedican a las esperanzas de una Ciudad nueva? Continuamos diciendo que velamos en la espera del Maestro. Pero en realidad, si queremos ser sinceros, tenemos que confesar que nosotros ya no esperamos nada. Es necesario reavivar la llama, a cualquier precio. Es necesario, cueste lo que cueste, renovar en nosotros mismos el deseo y la esperanza del gran Advenimiento. ¿Pero dónde buscar la fuente de este rejuvenecimiento? Ante todo, sea esto muy claro, en un incremento de la atracción que Cristo ejerce directamente en sus miembros. ¿Algo más? En un mayor y claro interés de nuestro pensamiento en la preparación y la consumación de la Parusía. ¿Y de dónde hacer que surja este interés auténtico? Del darse cuenta de la más íntima unión entre el triunfo de Cristo y el éxito de lo que el esfuerzo humano intenta edificar aquí abajo.