Fiestas religiosas

 

La resurrección, una victoria cotidiana sobre las fuerzas de muerte

 

Resucitar es renacer a una vida nueva, nos dice el Evangelio. Este renacer comienza desde ahora, y se vive todos los días, cada vez que llegamos a ser un poco más libres y amamos un poco más. Una meditación de Fray Michel Hubaut, franciscano, sobre la resurrección.

 

 

28 mar 2021, 22:05 | La Croix


 

 

 

 

 

Cada fiesta de Pascua es la ocasión de recordar que la resurrección no es lo que debe llegar después de nuestra muerte, sino una realidad nueva que comienza hoy.

Cada uno de da forma, día a día, a su rostro de eternidad. Como la mariposa que sale su crisálida, se necesita tiempo para que el hombre lo consiga, emerja de su ganga de tierra y se convierta en un hijo de Dios, un hijo de la luz.

Maurice Zundel se preguntaba a menudo cuántos hombres y mujeres emergen conscientemente de su «yo» biológico prefabricado para llegar a ser realmente hombres vivos, personas libres y responsables de su destino. Sin duda, todas sus potencialidades espirituales llegarán, un día, a su madures, pero probablemente no en esta tierra. Es inútil intentar imaginar lo que seremos después de nuestra muerte, si, acogiendo al Cristo Pascual, no comenzamos a vivir desde ahora.

Recordemos que en la tradición cristiana hay dos nacimientos. El primero, biológico, que no hemos escogido, que nos es dado. Y un «segundo nacimiento», del que habla Cristo, cuando nos dice que «nacer de nuevo» (Jn 3,7) por la acogida y el crecimiento de su Espíritu.

La resurrección es una victoria cotidiana sobre las fuerzas de muerte. Lo “de allá” es una realidad ya presente, dentro de nosotros mismos. Esta vida nueva de Cristo resucitado debe convertirse en lo «de dentro» de nuestra vida cotidiana. Convertirse es, pasar sin cesar de lo exterior, de la corteza superficial de las cosas al «dentro», encontrar la intimidad de Dios en lo más íntimo de nosotros mismos, él, que es la vida de nuestra vida.

Encontrar al Cristo de la Pascua es ya un renacer, es liberarse de todas nuestras esclavitudes. El hombre que acoge, día tras día, su amor vivo y creador, se convierte también él en un ser vivo y en un creador. Nuestro porvenir se juega en nuestra respuesta a este amor victorioso que se nos ofrece gratuitamente. Este don de nosotros mismos nos construye, nos estructura como persona, nos resucita como hijos de Dios.

La resurrección, el más allá, es Dios dentro de nosotros mismos que nos hace suyos y nos libera de un yo prefabricado. Encontrar el Dios vivo es ser hombre, persona, salir del yo infantil, biológico, egocéntrico y mortal. Nacer, es concentrar todas nuestras energías para amar como él, hacer de toda la existencia un don de sí mismo.

La Resurrección del hombre se enraíza en este dinamismo del amor que «humaniza» nuestro yo biológico, nos hace «pasar» del yo posesivo, encerrado en sí mismo, al yo oblativo. Quien nace al amor, por el amor, llega a ser inmortal porque el amor es el ser mismo de Dios. Este amor es nuestro porvenir. Personaliza y diviniza al hombre que, como san Francisco, ya no tiene miedo de la muerte biológica, pues no es más que un «paso» de nuestra libertad de amar a otro nivel, con un alcance nuevo.

Dios nos ha creado para llegar a ser creadores. Debemos liberarnos del peso de los determinismos para ser el santuario de la luz y del amor. Este es el misterio de la transfiguración cristiana, que es un misterio de interiorización, de personalización, de divinización. Se trata de ser verdaderamente un «hombre» cuyo espacio interior es tan grande que puede acoger la vida misma de Dios. Y acoger a Dios es llegar a ser uno que vive poseyendo en el todo el universo. La inmortalidad no es lo que llega después de la muerte, llega hoy a ahora, cada vez que el hombre va más allá de sí mismo para amar. «Inmortalizamos» nuestra vida cada día. Cada día resucitamos un poco más.

Este es el nuevo nacimiento al que Cristo nos invita cuando se llega a la madurez espiritual. Madurez que implicará también a nuestro cuerpo, pues las energías del amor transfigurarán también nuestro cuerpo, como el de Cristo, liberado de las constricciones de nuestro universo, sin ser, sin embargo, desencarnado. Nuestra muerte no es destrucción, sino maduración, una culminación, un paso –una Pascua– hacia nuestra verdadera identidad.

 

 

P. Michel Hubaut,
franciscano