Tribunas

No dejan tranquilo al pastelero de Colorado

 

 

Salvador Bernal


 

 

 

 

 

Desde esta orilla del Atlántico, se tiene la impresión de que los Estados Unidos están evolucionando hacia planteamientos que se alejan de sus orígenes históricos. Los primeros emigrantes europeos huían de la intolerancia, acentuada tras la Reforma de Lutero, que alcanzó su culmen con la Guerra de los Treinta Años. A mi entender, un tremendo principio consagró la imposibilidad de convivencia: cuius regio, eius religio. En la práctica, sólo quedaba espacio para el exilio. América ofrecía una nueva Arcadia de y en libertad.

Aunque no todo fue camino de rosas –basta pensar en el drama de la esclavitud-, los Estados Unidos se habían caracterizado hasta ahora por una admirable síntesis: un pueblo profundamente religioso, celoso a la vez de la separación constitucional entre el Estado y las iglesias; en el fondo, muestra de la raíz cristiana que invita al ciudadano a ser leal a Dios y al César, dando a cada uno lo suyo.

Ese ambiente de libertad responsable, respetuosa de la diversidad de convicciones, comenzó a torcerse con la difusión de lo que dio en llamarse “políticamente correcto”. Parecía preciso respetar más aún los sentimientos de todos y cada uno, hasta el punto de llegar a exigirse una protección jurídica..., que acabaría sometiendo cualquier discrepancia, aun mayoritaria, a la voluntad de cualquier minoría con capacidad de una adecuada presión: algunos deseos se transformaron en derechos en ordenamientos jurídicos estatales, no sin ambigüedades –no es nada fácil tipificar sentimientos- que han provocado numerosas causas judiciales.

El nombramiento de jueces federales, de acuerdo con el peculiar sistema estadounidense, se convirtió en auténtica batalla ideológica. Y no es para menos, porque al Tribunal Supremo de Washington han llegado y están a punto de llegar recursos muy significativos: exigirá precisar aún más el alcance de las libertades ciudadanas, especialmente en el campo de las convicciones religiosas, y no sólo sobre desproporcionadas restricciones de los cultos en tiempos de pandemia, que cuentan ya con jurisprudencia quizá suficiente.

La clásica creatividad religiosa de los americanos, cuajada en denominaciones expandidas hoy por el mundo, conoce también el nacimiento de auténticas confesiones laicas, más allá del conocido fenómeno de la New Age, en cierto modo fruto pacífico del sincretismo cultural. Las neoreligiones exigen obediencia casi ciega para sus adeptos, con la consiguiente intolerancia para los ajenos, sobre todo para católicos y cristianos practicantes.

El repostero de Colorado se está convirtiendo, bien a su pesar, en paradigma del fenómeno apenas apuntado en estas líneas. Jack Philips se ganó un merecido prestigio con su arte en la confección de dulces personalizados. Y se ganó también el odio de los talibanes de la que podemos llamar religión lgtb por su negativa a elaborar en 2012 una tarta destinada a una unión homosexual. Aunque el Tribunal Supremo reconocería su libertad en 2017, los activistas infiltrados o influyentes en la comisión de derechos civiles de Colorado siguieron provocándole –sabían de antemano su negativa- con la petición de otro dulce –azul por fuera, rosa por dentro-, para celebrar el aniversario de una activista transexual.

Philips se vio obligado muy a su pesar a recurrir de nuevo a los tribunales. Otros acaban cediendo ante las presiones por puro cansancio, o porque no pueden gastar dinero en abogados. Menos mal que la activa sociedad civil se caracteriza por la facilidad en crear asociaciones –en este caso de apoyo a la libertad-, que alivian las elevadas costas procesales. Pero no deja de ser anómala la necesidad de acudir a las más altas instancias jurisdiccionales para proteger derechos que se habían vivido pacíficamente durante siglos. Al cabo, la libertad religiosa debe ser protegida siempre de toda coacción, también de la que procede de aparentes hiperindividualismos que exigen uniformidad colectiva sin resquicios.

La democracia implica el reconocimiento de la diversidad –apenas limitada por la doctrina técnica del orden público-, tanto en el plano personal como en el organizativo: incluye, por tanto, el respeto de las minorías. De ahí la radical contradicción de algunas leyes, presentadas como antidiscriminatorias, cuando, por el contrario, impiden –e, incluso, sancionan- la disidencia y el debate. Sin olvidar que reducen la seguridad jurídica, justo sustento de una convivencia en libertad y concordia.