Tribunas

Liberarnos de “complejos” (IV)

 

 

Ernesto Juliá


 

 

 

 

 

El cuarto “complejo”, consecuencia de los tres que ya hemos comentado, es el de hablar muy poco de la realidad del Pecado, y del pecado personal y grave contra Dios, contra el Amor de Dios. Ya Pío XII señaló en su día que uno de los males que estaban sucediendo en la Iglesia era el de la pérdida del sentido del “pecado” en la conciencia de muchos fieles.

Esta situación se ha extendido de manera notable en los últimos tiempos. Y uno de los detalles que lo manifiesta –no de una manera explícita, aunque sí con claridad- es la carta del Prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe, el card. Ladaria, al presidente de la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos.

La carta sobre si dar o no la Comunión a los políticos que públicamente se manifiestan católicos, y que, también, públicamente sostienen y propagan el aborto, la ideología de género, etc., además de no mencionar nunca la palabra Pecado en relación directa con el aborto -solo se habla de “pro-choice”-, se limita a recomendar a los obispos que dialoguen y lleguen a un acuerdo, como si el que una acción sea o no pecado dependiera de que unos obispos, unos fieles, estuvieran de acuerdo sobre la cuestión.

El no dar la importancia debida al Pecado lleva consigo, además, la banalización de la Encarnación de Cristo, Dios y hombre verdadero, que viene a morir por nosotros y redimirnos del Pecado, y a ofrecernos la conversión en la “nueva criatura”: ser hijos de Dios en Él.

Y la banalización de la Encarnación se completa con la consideración de la “universal misericordia de Dios”, que nos perdona cualquier barbaridad que hagamos, aunque no nos arrepintamos, ni pidamos perdón. El “buenismo” de Dios: presupone que, hagamos lo que hagamos, nos comportemos como nos comportemos, no cometemos pecado. 

Hablar de ciertos males, como asesinar, violar, robar, mentir, adulterar, abortar, sexualidad desordenada, etc., sin hacer la mínima referencia a lo que en esas acciones hay de desprecio de Dios, por actuar directamente contra lo que Él nos ha enseñado pensando en nuestro bien, la Ley Moral, la Fe, acaba borrando la conciencia de pecado en las personas que las cometen.

Recordar la realidad del pecado, y del pecado personal, nada tiene que ver ni con rigidez, ni con tradicionalismo. Sí tiene que ver con el Amor a Dios, con la Verdad de Dios, y el amor a los demás; tiene muy directamente que ver con las enseñanzas de Cristo: “si al llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, vete primero a reconciliarte con tu hermano, y vuelve después para presentar tu ofrenda” (Mt, 5, 23-24).

Al instituir la Eucaristía y darles el cáliz a los apóstoles, el Señor les dice que es el cáliz de Su Sangre, que será derramada “por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados”. Y así nos recuerda que el redimir el pecado, liberarnos del único verdadero mal que los hombres nos hacemos, es el núcleo de su misión. Nos abre el camino para que, arrepentidos, pidamos perdón a Dios y lleguemos a vislumbrar el Amor con que nos ha creado, con el que se dejó clavar en la Cruz para redimirnos, con el que nos perdona y nos hace partícipes de su Espíritu Santo.

El hombre que no se arrepiente –y para eso, la Iglesia debe recordar los pecados, sin complejo alguno-, y se pone a “discernir” sin la mínima referencia a los Mandamientos de la Ley de Dios, sólo anhela construirse a sí mismo a lo “superhombrecillo” de Nietzsche. Es el hombre “acomplejado” que quiere hacer la sociedad por sí mismo, por sus reglas, y acaba siempre, construyendo campos de concentración, cárceles, hambre y miseria. La historia habla muy claro.

¿Fueron “rígidos” los mártires? ¿Fueron “tradicionalistas” los misioneros que han llevado la Luz, la Cruz, la Resurrección de Cristo a todos los rincones de la tierra? ¿Y las familias que han bautizado a sus hijos, y los han educado en la Fe, en la Esperanza y en la Caridad de Cristo? Sencillamente anunciaron a Cristo, Dios y hombre verdadero, con sus palabras y sus acciones, sin ningún “complejo”.

Hablar claro sobre el Pecado nada tiene que ver ni con la rigidez, ni con el tradicionalismo, repito. Nos libera de este cuarto “complejo”, y nos abre el camino para liberarnos también del quinto “complejo”: el de querer dar el Cuerpo y la Sangre de Cristo a los adúlteros, divorciados, que viven un matrimonio en contra del que “Dios ha unido” y el hombre no puede separar; y además, a quienes no creen en la Presencia Real de Cristo en la Eucaristía; y todo, por el “complejo” de que todos somos iguales, y todos debemos estar unidos.

 

 

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Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com