Opinión

Estrellas de luz en la bandera (I)

 

 

José Antonio García Prieto

 

 

 

 

 

Recuerdo una inolvidable experiencia en el Pirineo de Lérida. Ibamos tres amigos y repentinamente nos vimos atrapados por un espeso banco de niebla que impedía toda visibilidad. Duró poco pero aún conservo la sensación de grave peligro, envueltos en tinieblas, perdido todo rumbo sin saber por dónde tirar. No eran tiempos de móviles que habrían auxiliado. Relacioné este suceso con una vulgar evidencia: en nuestro caminar terreno necesitamos luces para los ojos del cuerpo, pero más todavía para los del alma y el corazón: claridades que ayuden a tirar adelante en la vida sin perder el rumbo.

Las Estrellas de luz de este artículo tienen mucho que ver con lo anterior. Más aún: el simbolismo de la bandera de la Unión Europea, con sus doce estrellas doradas sobre fondo azul, es el que ha encendido la chispa de las reflexiones que siguen. Los símbolos apuntan siempre, por su propia naturaleza, a realidades que los trascienden. En el caso de esta bandera esas realidades han tenido diversas interpretaciones, cuya detenida exposición excedería los límites de estas líneas. Interpretaciones que van desde atribuir a las estrellas dispuestas en círculo, una significación de los ideales de unidad, solidaridad y armonía, pero sin más explicación ni fundamento argumentativo, hasta atribuirles un sentido religioso, avalado con hechos y razones, empezando por el testimonio de quien fue su diseñador inicial: el pintor Arsène Heitz, nacido en Estrasburgo, que trabajó en el servicio postal del Consejo de Europa. Como más tarde hizo saber, se inspiró en la corona de doce estrellas que san  Juan vio sobre la cabeza de una mujer, figura de María Virgen, y que describe en el capítulo XII del Apocalipsis. Parece que en uno de los diseños iniciales de Heitz figuraban quince estrellas en lugar de las doce actuales. En 1955 ya fue adoptada por las Comunidades Europeas, antecesoras de la actual Unión Europea, que en 1986 también la acogió como suya.

En ese paso de acogida intervino Paul Lévy, judío nacido en Bruselas, periodista, profesor, convertido al catolicismo en 1940 y superviviente del Holocausto. En 1985, como director de información del Consejo de Europa, Paul Lévy presentó a la Asamblea Consultiva de la Unión varios diseños, entre ellos el ya mencionado de Arséne Heitz. Según declaraciones del propio Lévy, habría sido él quien, en lugar de las quince estrellas iniciales, habría sugerido las doce actuales; pero al margen de esta divergencia en el copy-right del número, queda fuera de toda duda que, tanto uno como otro, mantuvieron la inspiración y raíz religiosa de la bandera, confirmado esto por dos nuevos testimonios.

El primero procede del propio Heitz que en 1987 reveló a una revista católica belga, haberse inspirado en el mencionado pasaje del Apocalipsis, donde aparecen las estrellas en la corona de la mujer, figura de María; pero que no habló de eso por delicadeza, pues no todas las gentes de Europa eran católicas, ni creyentes. Murió dos años después, y su viuda confirmó el motivo de ese silencio con estas palabras: “Había que guardar el secreto”. Delicadeza extrema -me permito añadir- porque, sin renunciar a su convicción de creyente y plasmarla en su obra artística, no pretendía herir otros sentimientos ni imponer su fe. El segundo testimonio, de Paul Lévy, difiere de esa interpretación mariana de las doce estrellas, pero es también genuinamente religioso y -añadiría yo- con su pizquita de raíz judía, como judío que era, aunque convertido al catolicismo. En efecto, poco antes de su muerte, en 2002, hablando de este tema, se le escapó que el número “doce”, además de armonía, “evoca el número de apóstoles y el número de hijos de Jacob”. Huelgan comentarios.

Para no abrumar al lector con excesivos datos, solo añadiría que al aprobarse como símbolo para el Consejo de Europa en 1955, el día escogido para este evento fue el 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción. Si no fue de intento, ¡sí que fue casualidad!: como si un pícaro espíritu hubiera querido unir la inspiración mariana del autor de la bandera, con la fiesta de María y su corona de estrellas, cuyas luces despertaron la musa artística de Heitz. De otra parte, no se ve porqué la fecha mariana del 8 de diciembre y el simbolismo de esta enseña, tendrían que estar reñidos; más bien, todo lo contrario, porque la Mujer -con su proverbial espíritu de acogida- y la luz de sus estrellas -como claridad para caminar sin  tropiezos-, pueden convivir perfectamente con el carácter universal y acogedor de todas las gentes de Europa, que se le ha dado a la bandera. A eso apuntaba el mencionado silencio de Heitz, pensando en todos los europeos sin distinción de creencias o increencias. Y así lo dio a entender también Liam Cosgrave, Presidente del Consejo de Europa, quien al presentar la enseña cinco días después del 8 de diciembre, lo hizo diciendo: “Esta bandera no representa ni países, ni estados, ni razas”. Pero es evidente que, excluidas todas las particularidades, a alguien tendría que acoger y representar. Y este referente no podría ni puede ser otro que todas las gentes de Europa, por supuesto; pero, más en concreto, toda persona humana, varón o mujer, sujeto de derechos naturales, en su singularidad y dignidad recibidas de Dios-Creador.

No me consta que, como buen irlandés, Cosgrave fuese ateo ni tampoco sus oyentes en aquel auditorio de 1955. Por eso no habría tenido inconveniente en hacer suyas -para Europa- las palabras del papa Francisco, referidas a otra empresa común y más amplia aún: el cuidado de la Creación, que también nos afecta a todos porque Dios «ha creado todos los seres humanos iguales en los derechos, en los deberes y en la dignidad, y los ha llamado a convivir como hermanos entre ellos» (Encíclica Todos hermanos, n. 5). Salvada la analogía entre la Unión Europea -como entidad geopolítica- y la Creación -como morada universal de todos-, la referencia nuclear en uno y otro ámbito será siempre la persona humana, buscando preservar su singular dignidad, sus derechos naturales, y el bien común de su vida en sociedad.

La bandera, pues, de la UE con sus estrellas de luz, mira a cuantos convivimos en Europa. Y ya que trascendencia religiosa y tierra firme no están peleadas, el simbolismo de la bandera no excluye un sustrato natural: las estrellas luminosas, siempre serán claridad que oriente en la oscuridad; y la verdad y el intelecto -simbolizados según muchos por el cielo azul del fondo-, siempre serán realidades universales para vivir humana y dignamente. Solo quedaría ya “tirar del hilo” de metáforas y simbolismos para ir a la vida de las personas en toda sociedad. A esa vida de varones y mujeres, donde de modo singular o formando parte de instituciones, cada uno quiera ser -guiado por la verdad- foco de luz para el propio camino y el de sus congéneres; y también fuente de paz para la pacífica convivencia. Una tarea que dejo ya para el siguiente y conclusivo artículo.

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