Opinión

Agradecimientos a un incrédulo

 

 

José Antonio García Prieto Segura

La incredulidad de santo Tomás. Caravaggio (1602).

 

 

 

 

 

Hace muchos años, hablando con un conocido -la vida nos separó y perdimos todo contacto-, se suscitó el tema de la fe cristiana. En un momento dado, me dijo: “Yo solo creeré si viese un milagro”. No recuerdo bien si llegué a decirle lo que hoy le respondería: Mira, a veces, ni siquiera haber visto un milagro o muchos, incluso resucitar muertos, es suficiente para llegar a creer por completo, porque siempre se puede pedir más, muchísimo más, hasta lo indecible. Y me refiero ya a una persona a la que sucedió exactamente eso: fue testigo de la resurrección de varios muertos y, sin embargo, todo aquello no le bastó porque pedía más, todavía más; tanto, que fue el mismo Cristo resucitado quien le llamó “incrédulo”.

Aquel suceso tuvo lugar una semana después de la Resurrección del Señor, y conviene recordar el “back-ground” de aquellos momentos. Jesús se había aparecido a los apóstoles el mismo día de su Resurrección, pero Tomás no estaba presente. Cuando le comunicaron la gran noticia, su respuesta fue: “Si no veo en sus manos la marca de los clavos, y no meto la mano en su costado, no creeré” (Jn 20, 25). He imaginado que aquellos ocho días trascurrirían con sentimientos muy encontrados: por parte de los diez apóstoles con un respetuoso silencio hacia Tomás, para no herir sus sentimientos; y, a la vez, rezando por él para que dejara su incrédula testarudez. Y por parte de Tomás, con un íntimo resquemor que no le dejaría vivir tranquilo, pero sin ceder en su terca postura.

Vaya en descargo de Tomás pensar que los signos que pedía -ver y tocar las marcas de la crucifixión de Cristo-, nos hablan de lo terrible que fue su Pasión y Muerte; y, por tanto, de su infinito amor por nosotros. El Señor, que siempre acude a remediar nuestras miserias, sanó la incredulidad del apóstol. Y leemos así: “A los ocho días, estaban otra vez juntos los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: ‘Paz a vosotros’. Luego dijo a Tomás: ‘Trae aquí tu dedo y mira mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente’” (Jn 20, 26-27)

He hecho ya un descargo a la incredulidad del apóstol. Ahora le haré otro mucho mayor, porque gracias a ella, el Señor nos tuvo presentes a cuantos a lo largo de los siglos creeríamos en su Resurrección. Lo hizo, inmediatamente después del acto de fe de Tomás cuando exclamó: “’Señor mío y Dios mío’. Jesús le dijo: Porque me has visto has creído. Bienaventurados los que crean sin haber visto” (Jn 20. 28-29)

En realidad, santo Tomás más que un acto de fe en la resurrección de Jesús, que pudo comprobar viendo y tocando sus Llagas, lo hizo en su divinidad -¡Señor mío y Dios mío!- que no era accesible a los sentidos Y como siempre,  el Señor tomó ocasión de lo negativo -la incredulidad del apóstol-, para sacar un bien muy grande, con la nueva bienaventuranza y felicidad de quienes le acogiésemos por la fe. Si en el Pregón Pascual cantamos “Oh feliz culpa que nos mereció tan gran Salvador”, ahora podríamos decir: “Oh feliz incredulidad del apóstol, que nos mereció tan gran promesa de felicidad”. Entendemos que el papa san Gregorio comentara así este pasaje: “Todo esto no sucedió porque sí, sino por disposición divina (…), ya que aquel discípulo que había dudado, al palpar las heridas del cuerpo de su Maestro, curó las heridas de nuestra incredulidad. Más provechosa fue para nuestra fe la incredulidad de Tomás que la fe de los otros discípulos” (Homilía 26, 7-9)

Con todo, en el título hablo de “agradecimientos”, en plural, y así es porque hay todavía otros motivos más de gratitud. Se trata de dos intervenciones suyas que vale la pena recordar, aunque sea brevemente.

Uno de esos dos momentos tuvo lugar cuando los judíos habían intentado prender al Señor, y él se había retirado de Jerusalén y sus cercanías. Estando con los apóstoles recibe la noticia de la enfermedad de Lázaro, pero deja pasar dos días y después decide ir a Betania. Entonces, le dijeron los discípulos: “Rabbí, hace poco te buscaban los judíos para lapidarte, y ¿vas a volver allí?” (Jn 11, 8). El Señor les desvela que ha muerto Lázaro y se reafirma en su decisión de volver a Betania. A su alrededor, nadie quiere moverse e imaginamos el ambiente de temor, y muda tensión… Fue Tomás quien tuvo el arranque de decir “a los otros discípulos: Vayamos también nosotros y muramos con él” (Jn 11, 16).

Aquella decisión de arrojo e intrepidez debió alegrar el corazón del Señor, y resonar como un estallido de fidelidad en los corazones de los otros apóstoles. Después, ya sabemos lo sucedido en la noche del prendimiento en Getsemaní, con la huida de todos; pero no deja de ser un motivo de agradecimiento y meditación la actitud valiente y decidida de Tomás para volver con Jesús a Betania.

Otra intervención del apóstol fue durante la Última Cena, cuando el Señor les habla de su marcha para prepararles un lugar. Tomás le hará una pregunta resuelta y sencilla, algo reveladora de su psicología de hombre “realista” y “preciso”, ajeno a dejar cabos sueltos; le dice a Jesús: “Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?” (Jn 14, 5). Pidió una aclaración muy de agradecer porque fue satisfecha por aquella respuesta de Jesús: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6). En estas maravillosas palabras, acogidas con fe, Jesús nos ha dejado la senda segura para no extraviarnos en la peregrinación de la vida. Y también se lo debemos al interés de santo Tomás que, deseoso de seguir al Señor, buscaba claridades bien determinadas. Su fe, al fin, le llevó a testimoniar la resurrección de Jesús y morir mártir en la India.

Los creyentes en Jesús, somos los destinatarios de la bienaventuranza originada por la incredulidad de Tomás. Pero no olvidemos que nuestra fe, o es vida o no es nada; en otras palabras: que hemos de pasar del estático sustantivo “fe”, a su dinámica acción del verbo “creer”, traducido en obras contantes y sonantes porque, como ha escrito el apóstol Santiago: “¿De qué sirve, hermanos, que uno diga tener fe, si no tiene obras? (…) la fe, si no va acompañada de obras, está realmente muerta” (Sant 2, 14.17). Son las obras de quienes creamos en el amor de Cristo, muerto y resucitado por nosotros, para llenar el mundo de alegría y esperanza.

 

 

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