Fe y Obras

La revolución de Cristo

 

 

09.05.2014 | por Eleuterio Fernández Guzmán


Cuando Jesucristo comenzó su vida pública nadie sabía que la palabra que venía a traer era una Palabra fuerte. Así, cuando comenzó a predicar que traía el Reino de Dios muchos no comprendieron qué quería decir eso.

Para algunos debía tratarse de uno que lo fuera poderoso; poder de hombres para los tiempos de aflicción por los que pasaba el pueblo elegido por Dios.

Así, querían encontrar en el hijo del carpintero a un Rey que, con su poder divino) derivado de los prodigios que hacía y que demostraban que Dios estaba con Él) se convirtiera en un revolucionario que alzase en armas al pueblo judío y lo hiciese contra el romano invasor.

No obstante llamaban a Dios el de los ejércitos.

Por eso muchos se marcharon cuando dio a entender que su Reino no era terreno sino, al contrario, de otro mundo; un Reino donde el poder no lo tenía el más poderoso sino el más humilde y donde los últimos iban a ser los primeros.

No extraña, por tanto, que muchos dejaran y olvidaran a aquel Maestro que les hablaba de una forma que su corazón de piedra (vengativo y no misericordioso) no entendía ni podría entender nunca a no ser que cambiara y se convirtiera.

Adonai, Dios, no podía haber enviado a un manso de corazón y a un humilde para implantar Su Reino y que, además, les pedía una conversión que, en realidad, los transformaba en servidores y no en amos.

No. Sin duda aquel Jesús no era el Rey que esperaban.

Pero esto sucedió porque Jesucristo era un revolucionario de un calado distinto; era un revolucionario no al uso sino uno de una nueva revolución: la del amor.

La revolución de la carne

Si Cristo vino a traer algo muy importante y es lo que, en realidad, nos sirve para poder demostrar que somos discípulos suyos es, sin duda alguna, la posibilidad de renovar nuestra forma de ser y nuestro comportamiento con un cambio en el corazón.

El profeta Ezequiel  (36, 25-27) lo expresa a la perfección cuando recoge las palabras de Dios en el sentido siguiente:

“Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas”.

Y Jesucristo trajo, para que no lo olvidaran aquellos sus contemporáneos pero para que tampoco lo olvidemos nosotros, aquellas palabras a la realidad de entonces mismo. Pretendía que de su corazón no saliesen más injurias, más venganzas, más alteraciones de la Ley de Dios.

Así sería un corazón nuevo. De piedra, como era entonces, se transformaría en uno de carne donde primara el perdón, la misericordia y el amor.

Y aquellas palabras eran, sin duda, muy duras, porque el pueblo elegido por Dios anhelaba la victoria humana sobre el hombre que lo sometía y no esperaba, seguramente, victorias espirituales. Aquel “pan vivo, bajado del cielo” no había venido a traer, precisamente, la paz a los corazones sino, con aquella revolución de la carne, una gran contradicción moral: estar con lo humano o estar con lo divino.

Sin duda, muchos de aquellos otros nosotros prefirieron la humana condición por sobre la espiritual y se revelaron, consiguiendo su propósito, a su vez, contra Cristo.

La revolución de la sangre

Pero no sólo trajo una revolución que produjo aquel cambio de corazón citado arriba y que es, al fin y al cabo, la señal inequívoca de que se es discípulo de Cristo sino que, además, también supo hacer ver que, en realidad, su revolución también tenía otro sentido.

Si ya se había cambiado el corazón, ahora correspondía hacer otro cambio: la de la sangre.

En la sangre va la vida. Es decir, sin ella, el cuerpo humano deja de existir o, simplemente, deja de cumplir las funciones para las que está creado.

Por eso, Jesucristo, recomendado la bebida de su sangre, estaba promulgando la vida eterna reconociéndose portador de la misma: quien bebiera su sangre alcanzaría la vida eterna.

Pero aquella ingesta, no sólo metafórica sino real a través de la Eucaristía y la transubstanciación, suponía algo más y que era lo que, en verdad, encerraba aquella parte de la revolución de Cristo: la transformación de la misma vida de quien la bebía.

Así, beber la sangre de Cristo entonces debía suponer y ahora debería suponer, un cambio en nuestra forma de proceder.

Ya no se trata, aquí, de un cambio de corazón sino más bien de una modificación exacta de la vida misma: si no bebemos su sangre no la tenemos.

Pero podría argumentarse contra esto que, en realidad, la vida la tenemos exactamente igual.

Entender así las cosas es no hacer lo mismo con la realidad del significado de lo dicho por Jesús porque tendremos la “vida eterna” y no la terrena que, como sabemos, caduca como todo lo perecedero.

Ante estas dos revoluciones que Cristo proponía recoge el evangelista Juan  (6, 60) que su lenguaje era duro: “¿Quién puede escucharlo?” decían muchos de los que le oían.

Y ahora mismo, nosotros también podemos hacernos la misma pregunta y, también, responder como Pedro: “Tu tienes palabras de vida eterna”.

Que cada cual responda como tenga conveniente y como le dicte su corazón (mejor si ya es de carne y no de piedra) porque, para eso, Dios nos dio la libertad.

 

Eleuterio Fernández Guzmán
eleu@telefonica.net