Fe y Obras

La luz de María que nace

 

 

05.09.2014 | por Eleuterio Fernández Guzmán


Cuando aquella joven vino al mundo podemos decir, sin equivocación ni exageración alguna, que ya venía precedida por el hecho extraordinario o, por decirlo de otra forma, por la manifestación y el poder de Dios.

María, la hija de Joaquín y de Ana (llamada estéril como luego sería llamada Isabel, madre de Juan el Bautista), había sido preservada del pecado original. Así, en su concepción desapareció la carga que el ser humano lleva consigo por el hecho de ser descendencia de Adán y de Eva, aquellos nuestros primeros padres que quisieron ser como Dios y se vendieron, a Satanás, por una mentira bien dicha y mejor aceptada.

El caso es que María, Virgen perpetua por voluntad propia y, primero, de Dios Padre, vino a existir para ser luz del mundo.

Se dice que los católicos, más los españoles (“Tierra de María” llamó a nuestra patria San Juan Pablo II en su última venida a España), somos muy marianos y que defendemos a nuestra Madre por encima de todo.

Y eso es más que cierto. Pero lo es no por simple gusto o porque nos dé la santa gana (que también) sino porque vemos, en la Madre que Jesús nos entregó dejándola en las manos de su amado discípulo Juan, a quien puede echarnos una mano grande cuando estamos necesitados.

Y es que María, repetimos, es luz.

¿Y eso qué es lo que quiere decir o qué viene a significar?

Antes que nada, que aquella joven, que dijo sí al Ángel Gabriel, quiso ser faro y que, como tal, nos muestra el camino exacto para no perdernos en nuestro andar hacia el definitivo Reino de Dios. Y María, además, siendo faro, nos permite ver, a lo lejos (tanto como distancia hay entre su vida en la Tierra y el ahora mismo) cuál fue su forma de proceder con respecto a su fe y a lo que de ella manifestó.

María, por decirlo de una manera sencilla, no ha dejado, desde entonces, de iluminar. Su iluminación llega hasta nosotros desde que ascendió a los cielos en cuerpo y alma porque Dios quería que así fuese. Desde entonces, pues, sus ojos y su corazón están puestos a la disposición de sus hijos, todos nosotros. Y desde entonces, además, vemos que es posible encontrar intercesión, mediación, ante Cristo, hijo suyo y antes Dios, Padre suyo y nuestro.

La luz de María, por serlo, nos enseña, también, la buena ciencia de Dios y la siembra en nuestro corazón; nos ilustra acerca de qué es lo que nos conviene al respecto de la voluntad del Todopoderoso (que tan bien supo ella aceptar y seguir) y de lo que debemos entender acerca de la misma. Por eso es luz María.

María, aquella joven que traería al mundo al Salvador del mundo nació para cumplir una misión que supo y quiso aceptar. Y por eso mismo la tenemos por lo bueno y mejor que Dios ha querido suscitar entre sus hijos. Y nos la dio porque quería que no caminásemos a oscuras sino que con la luz, dejada en el corazón de María, era aceptada por ella y, así, tendida hacia nosotros por quien quiso hacerlo.

A tal respecto podemos decir, sin temor a equivocarnos, que la luz de María que nace no se consume sino que, con el amor de sus hijos, acrecienta su fuerza por cada alma que no abandona a Dios y a su Madre. Así es más fuerte, más intensa, más cercana a nosotros y a todo aquel que sepa apreciar su importancia y su valor espiritual.

María vuelve a nacer, recordamos que así fue, porque en algún momento de la historia de la humanidad Dios quiso que la Sin pecado fuera Sin pecado pues desde toda la eternidad eso ya lo tenía previsto. Y ella dijo sí iluminando, desde aquel mismo instante, la vida de los que se considerarían hijos suyos y de todos aquellos que, sin conocerla a ella o a Dios, muestran que tienen la Ley del Padre en sus corazones.

Eleuterio Fernández Guzmán
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