Fe y Obras

Sangre de Cristo

 

 

01.04.2015 | por Eleuterio Fernández Guzmán


Jesús, que diste tu Sangre en precio de nuestro rescate.
¡Bendita Sea Tu Preciosísima Sangre!

 

Cada año llega este tiempo especial en el que la actitud de un hombre llamado Jesús nos emociona sobremanera. Sabemos que lo que hizo ha sido fundamental para nosotros, sus hermanos en la fe y que, por tanto, debemos agradecer cada gesto, cada palabra o, en fin, cada voluntad expresada por sus labios.

Conforme se va a acercando el momento crucial del viernes hay algo que supera toda sensación de desolación y de tristeza alegre. ¡Sí!, es tristeza y es, a la vez, alegría. Y lo es porque sabemos lo que luego pasó…

Decimos, por tanto, que hay algo… y tal algo lo expresa una palabra que es corta, de pocas sílabas pero que encierra el tesoro más grande jamás antes encontrado y que es sustento de todo lo que luego vino: sangre, la sangre de Cristo.

El itinerario que siguió el Hijo de Dios fue, por decirlo pronto, de mal en peor. Así, desde que entrara en la Ciudad Santa aclamado por la multitud al grito de ¡Hosanna! hasta que saliera de ella por la puerta de la muerte hacia el monte de la calavera no pasaron muchos días. En ellos, sin embargo, se fue concentrando el odio y expresando lo que el ser humano es capaz de hacer con el Bueno por antonomasia, con quien supo ser, en un momento muy difícil de su vida, Hijo de Dios.

Es cierto, a este respecto, que Jesús fue escupido, azotado, maltratado y, sobre todo, menospreciado en su persona. Y lo fue porque no convenía que nadie dijera lo que Él decía si, además, lo hacía con una autoridad que no manifestaban ni tenían aquellos considerados sabios de entre los suyos.

Y, como no convenía, se le juzgó de forma ilegal y, por último, se le entregó a la cobardía de un Gobernador romano que no supo mantener la ley vigente de no condenar a un inocente y se dejó vencer por el qué dirán. Él, que no comprendía qué era la Verdad.

Y se vertió su sangre.

La sangre de Cristo iluminó el camino que llevaba desde su lugar de flagelación hasta la cima del monte llamado Calvario. Y cada gota sembró, para la humanidad, la Vida eterna que tanto había esperado conocer el pueblo elegido por Dios pero que prefirió, sin embargo, dejarse regir por hombres y sus normas, por sus trivialidades y gustos particulares. Y es que no sólo en el desierto miraron para otro lado mientras Moisés estaba con Dios sino que, muchas veces más, se creyeron por encima del Creador y de su Ley y la interpretaron de forma torticera y a su propia  manera.

Por eso la sangre de Cristo tuvo que ser derramada. Y es que no fue por capricho de Dios-Padre sino porque los hombres, aquellos que había creado porque los tenía como lo mejor de su creación, creyeron que matando al Hijo se quedarían con la herencia del Padre... como hicieron aquellos malvados viñadores de la parábola.

La sangre de Cristo, sin embargo, perdonaba.

El Hijo de Dios, en aquella cruz (santa Cruz) no se dedicó a maldecir a los que lo estaban matando. Al contrario fue lo que hizo: perdonó y, lo que es más importante, intercedió ante el Padre por los que sabía ignoraban lo que estaban haciendo. Y es que en ellos no había error sino desconocimiento total y absoluto de a Quien estaban matando.

Por eso la sangre de Cristo es la salvación del mundo: porque, con ella, a través de ella, el hombre, el ser humano, la creación más perfecta de Dios, se reintegró en el Reino de Dios y supo, desde entonces, que no todo se había perdido. Es más, que se había vuelto a encontrar gracias a la sangre del Mesías.

 

Eleuterio Fernández Guzmán
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