Fe y Obras

Aún estamos a tiempo

 

 

15.12.2016 | por Eleuterio Fernández Guzmán


 

Quedan, más o menos, diez días para que celebremos la Nochebuena y la Natividad del Hijo de Dios. En realidad, el tiempo que nos queda es, justamente, el que tenemos para preparar el corazón a la llegada de Quien vino para salvarnos.

Que Cristo vino para salvarnos lo sabemos, ahora, por lo que pasó y consta en los Santos Evangelios. Por eso tenemos una gran ventaja al respecto de aquellos que, sí, vivieron en su tiempo y con Él pero no fueron demasiado conscientes de lo que eso suponía.

En realidad, el nacimiento de aquel niño en un pueblo pequeño de Israel era importante para aquellas personas que sabían que lo era. Así, tanto José como María y los Reyes que acudieron a adorarlo eran conscientes de que aquel pequeño no era un niño cualquiera: los primeros porque lo sabían a través del Ángel Gabriel; los segundos porque sus conocimientos se lo habían comunicado.

Aquella Epifanía del Señor, aquella presencia primera en el mundo del Mesías, delimitaba un antes y un después: antes de su llegada el Cielo no se había abierto para alma alguna; después de su llegada algo así como una bisagra de la puerta de la vida eterna se desprendió de la herrumbre de siglos a la espera de la llegada del Hijo: todo había comenzado para la salvación del hombre.

Decimos, por eso mismo, que aún estamos a tiempo.

Estamos a tiempo para arrepentirnos de lo que hacemos mal cada día, de los malos sentimientos, de las malas palabras, de aquello que sabemos, ¡sabemos!, que no está bien pero que hacemos (eso ya lo escribió San Pablo en una ocasión) a pesar de saberlo.

También estamos a tiempo de pedir a Dios que perdone nuestras faltas, nuestros pecados, nuestro alejamiento de su santo corazón y el desvío del camino que lleva a su definitivo Reino que muchas veces tomamos.

Este, pues, es un tiempo muy especial. Lo es porque sabemos que pronto nacerá el Hijo de Dios pero lo es, sobre todo, porque eso, su nacimiento, ha de estar precedido por una verdadera conversión, con una confesión de fe.

Convertirnos, ahora, supone querer ser mejores. Y ser mejores supone tener un corazón limpio, muy alejado de todo aquello que emponzoña el alma y la pervierte alejándola de su verdadero destino: Dios mismo, en su eternidad esperándonos.

Este tiempo, que no es muy extenso (apenas diez días) tiene una eternidad por causa y un final anhelado por motivación personal e intransferible: el Cielo.

El caso es que Cristo es el Cielo, el mismo Reino de Dios llegado a la Tierra. Por eso es tan importante que ahora, ahora mismo, nos demos cuenta de que el tiempo que nos queda para que vuelva a nacer es el mismo, exactamente el mismo, que tenemos para poder recibirlo limpios de alma y corazón.

 

Eleuterio Fernández Guzmán
eleu@telefonica.net