Fe y Obras

 

Sobre la fe y la razón

 

 

 

30.01.2020 | por Eleuterio Fernández Guzmán


 

En el albor de la creencia en Dios, al padre Abraham le movió la fe que tuvo en el Aquel que le habló, le transmitió su voluntad y le movió a iniciar un éxodo bastante peculiar por el desierto.

La razón que hizo que aquel hombre hiciera aquello no debió estar muy alejada de la fe que lo había conquistado y fue, seguramente, la primera persona de la humanidad que comprendió que razón y fe son una realidad que, en común, hace avanzar al mundo.

Sin embargo, se suele argumentar, en muchas ocasiones, que una y otra, razón y fe, no pueden mantener una relación muy duradera porque resulta inexplicable, con la razón, la fe.

Pero este análisis adolece de un error que, de raíz, falsifica el resultado del mismo y lo convierte en torticero y voluntariamente equivocado.

Entre fe y razón y fe existe algo que, en realidad, hace que una presuponga la otra.

Podemos decir que existe una sociedad entre la fe y la razón según la cual cuando a lo largo de la historia la segunda ha actuado sin el acuerdo de la primera, las más grandes aberraciones se han sucedido. Al respecto, muy conocida es aquella expresión procedente de un aguafuerte de Goya que dice “El sueño de la razón produce monstruos”. Cuánto más sueños…

Al respecto de lo dicho arriba, la razón ha de verse matizada por la fe de tal manera que sienta el fuego de purificación que la creencia supone. Así queda limpia de aquello que, como sarmiento podrido, perjudica el normal desenvolvimiento de la razón.

Al contrario, cuando se ha dado un acuerdo entre fides et ratio podemos decir que no ha habido extralimitación de las posibilidades que la segunda puede llegar a alcanzar.

Ahora bien, esto último no ha sido siempre posible.

A raíz del denominado “Siglo de la luces” se fue produciendo una paulatina separación entre lo que no puede haber distancia. Fe y razón parecen haberse distanciado tanto que de la vieja relación ente ella casi no queda nada y, es más, hoy mismo se abunda todo lo que se puede en una tal separación.

Y es que la soberbia humana puede producir efectos en el corazón del hombre que, queriendo olvidar lo que llaman “sometimiento” a la religión, desvían el correcto caminar por el mundo y, llevados por un relativismo rampante, vierten su voluntad en un hacer equivocado.

A esto se le ha llamado, con acierto, “tentación racionalista” pues no es más que un intento, a veces conseguido, de evadir la influencia que la fe tiene en la razón.

¿Qué tipo de influencia es ésta?

Se quiera decir lo que se quiera decir, entendemos que la fe se sitúa por encima de la razón. Esto es así porque Dios, en cada uno de sus hijos, infunde, en el alma, la luz de la razón. Por eso incurriría el Creador en una negación de sí mismo si admitiese disensión entre fe y razón de una forma tan clara que hiciera infecunda tal expresión de voluntad.

Quizá la prueba de que la fe y la razón no son, sino, realidades inseparables está en el hecho de que la segunda, en cuanto se acepta como don de Dios a su semejanza deja de causar alteraciones en el concepto que de la fe tiene el creyente.

No hay, por tanto, que discernir entre fe y razón como si se tratara de mundos separados que, por eso mismo, nada tienen que comunicarse. Muy al contrario sucede: a la Verdad, destino anhelado por la fe de quien se siente hijo del Creador, se tiende por la razón, preciada forma de concluir que Dios es Padre sin, por ello, ruborizarse ni sentir vergüenza mundana.

¿Dónde está, entonces, el ánimo que pretende hacer, separar, lo que es espiritualmente imposible?

Siempre, a lo largo de la historia de la Iglesia llamada católica, ha habido pensamientos que han pretendido separar fe y razón. Arriba se ha dejado escrito que desde la mal llamada revolución de las luces (pues mucha tiniebla devino de la misma) todo la ido a peor. Sin embargo, fue con Nietzsche con quien se asentó la creencia según la cual la Verdad, a la que tiende el espíritu humano a través de la razón (y que hace inseparables a una y otra) es, al fin y al cabo, una ilusión. “Las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son”, dejó escrito aquel.

Así, según tal pensamiento, la razón nada tiene que ver con la fe porque si se trata de una ilusión a lo que se tiende, todo esfuerzo es vano y, además, supone la manifestación de un necio actuar.

Sin embargo, aquellas personas que defendemos lo contrario (a saber, que entre fe y razón existe una relación estrecha y que no es posible entenderlas antagónicas) vemos en tales intentos de poner tierra de por medio entre una y otra uno que lo es del Maligno pues sabido es que si se niega la posibilidad de que la razón se deja guiar por la fe se acaba por negar la propia fe y, sobre todo, la misma Verdad.

Por eso sobre la fe y la razón quizá lo mejor es decir que van de la mano sin que lo que haga una tenga que desconocerlo la otra.

No se trata, aquí, de una caridad que sólo Dios ve y que nadie más tiene que apreciar salvo quien se beneficia de ella sino, al contrario, del reconocimiento, hecho al mismo Creador, de que su don precioso, la razón, no desprecia a la creencia misma, la fe.

Al fin y al cabo, si la fe supone creer sin haber visto, la razón no es, sino, la constatación de que tal creencia no es cosa de ilusos sino de personas que saben lo que son: hijos de Dios.

 

Eleuterio Fernández Guzmán
eleu@telefonica.net