17.09.10

Objeciones contra la ilegalidad del aborto (2)

A las 2:07 PM, por Daniel Iglesias
Categorías : Moral
 

3. La objeción basada en la aceptación generalizada

Presentación: No se debe considerar ilegal ninguna práctica generalizada y aceptada por la sociedad. El aborto es una práctica generalizada y aceptada por la sociedad. Por lo tanto, se debe legalizar el aborto.

Refutación: Las dos premisas de este silogismo son falsas, por lo cual el razonamiento es inválido.

El hecho de que una práctica delictiva esté muy extendida en una sociedad o incluso sea aceptada por la mayoría de la población no implica necesariamente que el Estado deba despenalizarla, ni mucho menos que deba legalizarla. Piénsese por ejemplo en los casos de soborno o de contrabando en pequeña escala, frecuentes en determinados ámbitos; si en estos casos no se puede aplicar la premisa mayor de esta objeción, menos aún es posible hacerlo en el caso del aborto, que es un delito mucho más grave, puesto que atenta contra el primero de los derechos humanos, el derecho a la vida. Los derechos humanos fundamentales no nacen ni mueren por el voto de la mayoría de los ciudadanos, sino que son inherentes a la naturaleza humana. La tarea del Estado no es crearlos, sino simplemente reconocerlos, defenderlos y promoverlos. Una ley positiva que violara esos derechos sería inválida.

Además, el aborto no una práctica socialmente generalizada y aceptada. Dado que a veces los pro-vida han caído en el error de aceptar acríticamente la validez de estadísticas tendenciosas acerca del aborto, es necesario subrayar con fuerza que en todo el mundo los pro-abortistas manejan habitualmente cantidades de abortos muy exageradas, fraguadas para crear la falsa impresión de que la gran mayoría de las mujeres recurre al aborto en algún momento de sus vidas y de que la legalización del aborto no aumentaría la ya altísima cantidad de abortos. Por ejemplo, los pro-abortistas solían afirmar, sin ningún fundamento serio, que había 50.000 o hasta 100.000 abortos quirúrgicos anuales en el Uruguay; estas cantidades son sencillamente absurdas, dado que Uruguay es un país de 3,3 millones de habitantes con una población bastante envejecida.

Otra estrategia habitual de los pro-abortistas en todo el mundo es recurrir a encuestas sesgadas que pretenden hacer creer que la gran mayoría de la población está de acuerdo con una legalización total del aborto, cuando en realidad la mayoría se opone totalmente al aborto o bien lo acepta sólo en determinados casos, relativamente poco frecuentes (peligro de muerte de la madre, malformación del feto, violación).

A partir de esas falsas estadísticas y encuestas, los pro-abortistas concluyen que reprimir el aborto es una tarea imposible y una hipocresía, porque quienes lo condenan en público supuestamente lo practican en privado. Todo esto es radicalmente falso: si se quiere, el aborto puede ser combatido eficazmente. Ante todo, con educación, pero sin descartar la represión. Los padres y madres que consienten en provocar un aborto son culpables, aunque a veces tienen atenuantes (por ejemplo, la ignorancia sobre la naturaleza homicida del aborto); pero mucho más culpables que ellos son los médicos que lucran con un negocio infame, pervirtiendo su noble profesión. También tienen su parte de responsabilidad las autoridades civiles, cuando por omisión dejan impunes la mayoría de esos crímenes.

Por último, quisiera decir algo sobre la acusación de hipocresía que los pro-abortistas suelen hacer contra los ciudadanos pro-vida. Se trata de una acusación gratuita, y bastante absurda y ofensiva por cierto. Dicho en forma breve y sencilla, “hipócrita” es quien predica el bien y practica el mal. Pues bien, la gran mayoría de los pro-vida no sólo nos oponemos al aborto de palabra, sino también de hecho. Ni practicamos abortos, ni nos sometemos a abortos, ni aconsejamos a nadie que aborte, ni contribuimos con ningún aborto. ¿Dónde está entonces nuestra hipocresía?

Además, aunque haya una minoría de defensores de la vida hipócritas y aunque esa hipocresía sea deplorable, es necesario subrayar con fuerza que hay sólo dos formas de librarse de la hipocresía y que los pro-abortistas recomiendan la forma equivocada. En efecto, si la hipocresía es la incoherencia de predicar el bien y practicar el mal, las únicas dos formas posibles de suprimirla son: o dejar de practicar el mal o dejar de predicar el bien. La primera alternativa es la única éticamente aceptable. La segunda alternativa es capaz de generar algo todavía peor que un hipócrita: un ser egoísta que se jacta públicamente de su egoísmo y desprecia visiblemente la virtud.

Por lo demás, con mucha frecuencia es el bando pro-abortista el que incurre en una forma muy descarada de hipocresía, cuando, a la vez que defiende el aborto con base en una supuesta “libertad de elección” de la mujer, se niega tenazmente a condenar como es debido los abortos forzosos practicados por el régimen comunista chino.

4. La objeción basada en la laicidad del Estado

Presentación: En un país laico no debe haber leyes fundadas en dogmas religiosos. Una ley que prohíbe y penaliza el aborto está fundada en los dogmas de la fe católica. Por lo tanto, en un país laico se debe despenalizar y legalizar el aborto.

Refutación: La premisa menor de este silogismo es falsa, por lo cual el razonamiento es inválido.

Acerca de la premisa mayor diré que cuando –como está implícito en esta objeción– se afirma que un determinado país es “laico” se comete un grueso error, que proviene de los excesos de la ideología estatista: confundir el país con el Estado. Habría que decir, en cambio, que se trata de un país cuyos habitantes tienen distintas definiciones en materia religiosa y cuyo Estado se define corrientemente como “laico”. O sea, un país plural en materia religiosa, con un Estado “laico”.

Además, a menudo se producen grandes distorsiones del significado auténtico de la laicidad del Estado. No es lícito identificar la aconfesionalidad del Estado –compatible con una alta valoración del fenómeno religioso en general, y de las raíces religiosas del propio país o civilización en particular– con un laicismo militante y hostil a la religión, que procura suprimir su influencia en los asuntos públicos y reducirla a una esfera puramente privada. El dualismo esquizofrénico de cierto secularismo, que busca establecer un abismo infranqueable entre lo público y lo privado, proviene de una falsa antropología que no toma en serio la unidad radical del ser humano ni su índole social. El hombre es siempre inseparablemente individuo y miembro de la sociedad; y se manifiesta ineludiblemente como lo que es. Por todo esto sería mucho más oportuno decir que el Estado es aconfesional, en lugar de “laico”, una palabra cargada de tantas interpretaciones desviadas.

Con estas importantes salvedades, dejaré de lado la premisa mayor y me concentraré en refutar la premisa menor, lo cual será suficiente para refutar la objeción.

Una ley que prohíbe y penaliza el aborto no está fundada en los dogmas de la fe católica, sino en el orden moral objetivo, que todo ser humano (cualquiera que sea su religión) puede conocer por medio de la recta razón. Esto quedó claro en el post titulado “¿Por qué el aborto debe ser penalizado?”. La fe católica no interviene en ninguno de los cuatro pasos del argumento allí expuesto. Ese solidísimo argumento es de orden científico y filosófico, y está al alcance de la sola razón natural. Como hemos visto, la oposición a la legalización del aborto brota ante todo, no de dogmas religiosos, sino de verdades evidentes tales como las siguientes: el embrión humano es un ser humano desde su concepción; todo ser humano goza de la dignidad humana; no se debe matar a ningún ser humano inocente; el Estado debe defender los derechos humanos; etc. Todas estas verdades son compartibles por personas no católicas y de hecho son compartidas por muchas de ellas. Para reconocer la inmoralidad del aborto no es necesario profesar la fe católica, sino que basta reconocer la ley moral natural inscrita en la conciencia de cada hombre, uno de cuyos preceptos fundamentales es amar y respetar la vida humana.

Esta objeción proviene de otra de las estrategias favoritas de los pro-abortistas: la de “confesionalizar” el debate sobre el aborto, catalogando a los pro-vida como católicos intolerantes, que pretenden imponer sus creencias religiosas a todo el resto de la sociedad. Esto representa una profunda tergiversación del debate.

Los católicos tienen tanta capacidad, tanto derecho y tanto deber como cualquier otro ciudadano de rechazar la gravísima injusticia del aborto mediante argumentos puramente racionales. El hecho de que su fe sobrenatural les suministre argumentos teológicos adicionales contra la legalización del aborto no desvirtúa en modo alguno la validez racional de sus argumentos científicos y filosóficos sobre el mismo asunto. Pensar lo contrario equivaldría a sostener que un católico, por el mismo hecho de ser católico, quedaría incapacitado para intervenir en los debates políticos acerca de cualquier asunto con profundas implicaciones éticas. Si alguno de los pro-abortistas tiene ese prejuicio anticatólico, sería bueno que se sincerara y se animara a expresarlo de forma clara y pública. (Fin).

Daniel Iglesias Grèzes