22.09.10

Celibato

A las 11:41 PM, por Guillermo Juan Morado
Categorías : General

 

Día sí y día también salta a la palestra la cuestión del celibato de los sacerdotes. Algunos piden la abolición de esta ley eclesiástica – aunque me imagino que no estarán en contra del celibato como forma de vida, porque eso equivaldría a decretar el matrimonio como una obligación forzosa -. Muchos otros apuestan por un celibato “opcional”, olvidando que ningún sacerdote ha sido amenazado de muerte, el día de su ordenación diaconal, para que prometiese la observancia del mismo.

Los sacerdotes católicos de rito latino han escogido libremente el celibato, como han escogido, en plena libertad, responder a su vocación sacerdotal. San Pablo recomienda a los no casados y a las viudas que permanezcan en su estado, pero, con gran realismo, añade: “Y si no pueden guardar continencia, que se casen; mejor es casarse que abrasarse” (1 Co 7,9). No es ningún desdoro abandonar el Seminario si uno comprueba que no es capaz de evitar el “incendio”.

La doctrina católica no está en contra del matrimonio. San Pablo dice que es un sacramento que representa la unión de Cristo con la Iglesia (cf Ef 5,32). Las interpretaciones de la espiritualidad cristiana que comportaban el desprecio del matrimonio han sido mantenidas por grupos sectarios. Los mesalianos, por ejemplo, muy preocupados por la lucha del hombre contra el demonio, acogían como ascetas y proclamaban bienaventurados a los casados que se apartaban del matrimonio. Pero ésta no ha sido la norma común.

El celibato, para un sacerdote, tiene sentido si lo asume y ratifica ejerciendo hasta el fondo su propia libertad, su capacidad de comprometerse. Ya sabemos que no hay una vinculación intrínseca, indisoluble, entre sacerdocio y celibato. La ley se remonta a los concilios de Elvira (306) y de Roma (386), pero encontró una confirmación a lo largo de los siglos y también en nuestros días.

Pablo VI señalaba la “múltiple armonía” que relaciona el sacerdocio con el celibato: la unión a Cristo –es decir, la identificación con la forma de vida célibe del Señor- ; la entrega a la Iglesia y el testimonio de la vida futura.

No obstante, no nos engañemos, si el celibato no es para todos – ya que un cristiano puede ser santo sin ser célibe -, la castidad sí lo es. La Iglesia puede dispensar de la ley del celibato, pero no puede pasar por encima del sexto mandamiento de la ley de Dios. La castidad es una virtud muy bella, que pide superar la doblez, la falsedad, a fin de asegurar la unidad de la persona y el dominio de uno mismo. Pero es una virtud muy difícil de adquirir, que supone, como dice el “Catecismo”, “un esfuerzo reiterado en todas las edades de la vida” (n.2342).

Dispensar del celibato no asegura, por arte de magia, la observancia de la castidad. Puede caer en la lujuria tanto un célibe como un casado, ya que las posibles ofensas a la castidad no están reservadas a un solo estado de vida. Quizá se trate, sea uno célibe o casado, de abrirse más a la gracia de Dios. También a su perdón y a su misericordia.

Guillermo Juan Morado.