2.10.10

La exuberante liturgia de la abadía de Cluny

A las 2:07 PM, por Alberto Royo
Categorías : General

 

LA LITURGIA SE CONVIRTIÓ PRÁCTICAMENTE EN LA ÚNICA OCUPACIÓN DE LOS MONJES EN CLUNY

Entre los nombres importantes en la historia del monacato de occidente destaca sin duda, para bien y para mal, el de la Abadía de Cluny. Un nombre admirado y venerado por unos, debatible o simplemente condenable, según otros. Los monjes cluniacenses aparecen en el mundo monástico como una “bandera discutida", por su estilo peculiar de vida y por la gran importancia que en la edad media alcanzó su monasterio, hasta poder calificarse como “la abadía más célebre de la cristiandad medieval”.

La gran familia monástica que tomó su nombre de la abadía borgoñona de Cluny y creció hasta comprender más de mil casas, grandes y pequeñas, ofrece al historiador el espectáculo de desarrollo numérico e institucional, de influencia religiosa y eclesiástica y de importancia política y sociológica sin paralelo en la Edad Media anteriormente. Creó un imperio espiritual y temporal único en su época, y en el interior de los monasterios que se le sometían y se abrían a su influencia, un orden especial, en relación con el caos ambiental que fue la primera época feudal. Desde el punto de vista eclesiástico, se ha afirmado que, como pocos papas fueron capaces de morar establemente en Roma, Cluny se convirtió, durante casi todo el siglo XI, en centro espiritual de la cristiandad y pudo comunicar su espíritu a toda la época.

Se diría que frente a Cluny no se puede ser neutral. Desde siempre ocurrió lo mismo. Es normal que Urbano II, un cluniacense elevado al sumo pontificado, llamara a Cluny la “luz del mundo” y que un monje y cardenal tan cortés como Pedro Damián, en varias cartas dirigidas a san Hugo tras su visita a la abadía, donde fue, sin duda, agasajado espléndidamente, se deshiciera en elogios enfáticos de los monjes que había visto y tratado: su aspecto edificante, su comportamiento modesto, el garbo con que soportaban sus jornadas repletas de obligaciones, el sumo cuidado, tan emocionante, con que celebraban la liturgia…; para él, Cluny era un monasterio sencillamente incomparable. Pero por aquel mismo tiempo empezaron a correr escritos en que se criticaba abiertamente el monacato cluniacense.. Ya a principios del siglo XI, el obispo Adalberón de Laon denunciaba al rey de Francia Roberto el Piadoso algunos abusos que había observado: Los monjes, caballeros en sus mulas y rodeados de gran boato, recorrían el reino, acudían a la corte, visitaban a los obispos, viajaban a Roma para entrevistarse con el papa, todo ello con un solo fin: defender los intereses de su soberano, el abad de Cluny.

Dejando aparte el acierto o la exageración de ambas posturas con respecto Cluny, y con el propósito de dedicar más artículos al gran fenómeno monástico que fue durante siglos la abadía borgoñona, hoy centraremos la atención sobre uno de los aspectos más llamativos de la vida regular en dicho cenobio: Su exuberante vida litúrgica.

Se ha dicho que la clave para penetrar en el secreto de Cluny es la imagen de la Jerusalén celestial que baja a la tierra y la liturgia de la gloria que describe el Apocalipsis. Gloria de Dios y felicidad de los hombres que lo han dejado todo para seguir a Cristo, la basílica constituye, como indica su mismo nombre, el palacio donde el Rey de la gloria recibe el homenaje de sus súbditos, todavía ciudadanos del mundo, pero deseosos de anticipar la liturgia celestial, de pregustar las delicias eternas. Seguir a Cristo, para el monje cluniacense, podría simbolizarse en las procesiones: Las iglesias no eran solamente lugares en que se celebraba la eucaristía y se salmodiaba, permaneciendo los monjes quietos en el coro, a menudo, la comunidad orante, siempre al unísono, se desplazaba a través de los claustros ritualmente, que rememoraban la marcha de los hebreos a través del mar Rojo y del desierto; marcha de Jesús muerto hacia su resurrección; marcha de todos los hombres entre los obstáculos de la vida, entre las pruebas purificadoras de la supervivencia. Los monjes representaban periódicamente esta marcha, avanzaban siguiendo la cruz gloriosa del Señor que los había llamado para que le sirvieran como cortesanos en la imponente basílica de Cluny.

El monacato cluniacense no innovó, ni intentó empalmar con el monacato primitivo, el original, ni volver a la pureza de la Regla benedictina: fue esencialmente una continuación del monacato carolingio, aunque se distingue de él, aparte la centralización de los monasterios, y algún otro punto, sobre todo por haber subrayado más y más algunos de sus rasgos más relevantes, especialmente todo lo referente al culto divino. Esta inflación litúrgica no se impuso desde el principio, sino que fue creciendo más y más a medida que pasaban los años. La liturgia, en tiempo del segundo abad cluniacense, san Odón (878-942), debía ser relativamente sobria. A propósito del aumento progresivo de las misas solemnes, expresó Odón su parecer de que la auténtica piedad se mantiene mejor si las solemnidades son raras más que si son frecuentes. Lo que realmente importa es la pureza de corazón y la vida interior; sin ellas toda solemnidad es vana, y el culto, devoción estúpida ("stulta devotio").

Uno de sus sucesores y quinto abad de Cluny, san Odilón (961-1049), por el contrario, condujo la liturgia cluniacense hacia un ritualismo cada vez mayor; la exuberante vida litúrgica del monasterio dio origen a una copiosa producción de himnos, oraciones y otras piezas de diversa índole; la salmodia, las misas, las letanías, los oficios de supererogación (mérito extra) se convierten en una ascesis dura que exige, para vivirla, una vida espiritual selecta y una seria formación intelectual. En tiempo de san Odilón, y tal vez ya en el de san Mayolo, Cluny puede definirse como una sociedad litúrgica, si no exclusivamente, sí fundamentalmente. Pero fue durante el régimen del gran san Hugo (1024-1109) cuando el ritualismo alcanzó su máximo desarrollo, como lo atestiguan las diferentes redacciones de las Consuetudines (costumario de la comunidad), además de otras fuentes históricas.

La liturgia lo invadió todo. El oficio divino ya no era la principal ocupación del monje, al lado de la lectio divina y el trabajo, como quería la Regla de san Benito, sino prácticamente la única; apenas quedaba tiempo para otra cosa, y si quedaba, el espíritu y el cuerpo estaban tan fatigados que no tenían humor para nada. Según las Consuetudines de la segunda mitad del siglo XI, los monjes de Cluny cantaban o recitaban diariamente 215 salmos; asistían a dos misas conventuales -la matinal y la mayor-; tomaban parte en procesiones, letanías y otras prácticas devotas; escuchaban, en las vigilias, la lectura de la Biblia entera todos los años, además de largos pasajes de los Padres todos los días. La liturgia se había convertido en un peso enorme, insoportable. El propio Pedro Damián, un asceta durísimo, declara que no podría aguantar semejante carga.

Pedro Damián conocía por experiencia lo que era la liturgia cluniacense. Escribió incluso su Apología preguntándose Porqué tanta insistencia en los oficios eclesiásticos, hasta el punto de no quedar a los monjes ni siquiera media hora de intercambio fraterno en toda la jornada. Y contesta que la salmodia es en Cluny un trabajo incesante, dispuesto providencialmente y con gran discernimiento para suprimir la posibilidad de pecar. Como se ve, justifica la prolijidad de la salmodia sólo por ser un medio de evitar la ociosidad y los pecados que ésta fomenta. También justifica que se haya abandonado el trabajo manual para dedicarse por entero a la oración comunitaria usando alegoría, típica de esta época: el Señor sugirió a los hebreos la ocupación de salmodiar continuamente al liberarlos de la esclavitud de Egipto y conducirlos a la tierra prometida, pues los dispensó de trabajar en el campo y en los diversos oficios de artesanía y de toda preocupación por las cosas necesarias para la vida, gracias al maná que les daba todos los días; no ciertamente para que estuvieran mano sobre mano, sino para que se ocuparan más santa y devotamente en la meditación de su ley, en ofrecer sacrificios y en desarrollar las ceremonias del culto.

Alabar, bendecir, glorificar a Dios era el objeto principal de la vida monástica. El santuario y el culto debían ser espléndidos, porque Dios tiene derecho a que se le sacrifique lo más precioso que la creación produce: la basílica debía ser tan rica y tan bella como el tabernáculo de Moisés y el tempo de Salomón; los cluniacenses hacían del fasto por Dios el símbolo de su unión con la ciudad de arriba, de su tensión hacia la gloria del Reino. Nada era demasiado bello ni demasiado suntuoso para la casa de Dios, donde el brillo del oro, el resplandor de las lámparas y el perfu¬me de los inciensos concurrían para ofrecer a quienes se acercaban a ella un anticipo de los esplendores de la corte celestial.

La prolija liturgia de Cluny exigía, para ser apreciada y seguida con interés, no solamente esa pureza de corazón que podían poseer los conversos y los hombres sin letras que recitataban padrenuestros, sino un refinamiento de espíritu. La ejecutaba diariamente, la perfeccionaba y la enriquecía con nuevos elementos, era un servicio de corte en presencia del Rey de reyes, cumplido con una técnica refinada, una etiqueta perfecta, regulada hasta los detalles mínimos por un ceremonial completísimo.
Pero, con toda seguridad, no tuvieron en cuenta que los monjes no eran ángeles, ni espíritus bienaventurados y la fatiga y el hastío harían presa en unos monjes sometidos a un horario insoportable. El mismo san Ulrico confiesa que tan larga salmodia le pesaba a veces como una “massa plumbea"; a él y a los demás monjes, pues, según dice, entre oficio y oficio cada cual, sentado en el coro, hacía lo que podía; poniéndose él mismo como ejemplo, añade que a veces oraba fervorosamente, otras se dedicada a rumiar salmos y otras dormitaba.

Además, según Jean Leclercq, en tiempo de Pedro el Venerable (1092-1156) sólo una tercera parte de los monjes de Cluny vivía en el monasterio, lo cual según dicho experto en la vida monástica medieval tuvo que ver no poco con la liturgia: La vida de comunidad -una comunidad de varios cente¬nares de monjes -en la abadía borgoñona, con su interminable salmodia, sus ceremonias, sus numerosos oficios y solemnidades, se hacía literalmente insoportable para muchos tempera¬mentos. Por falta de fervor o por necesidad, no pocos, tal vez en su gran mayoría, procuraban evadirse, al menos por una temporada. La administración de prioratos rurales o granjas, las peregrinaciones a Roma o a Tierra Santa, el cumplimiento de un encargo en beneficio de la comunidad, de la Orden o de la Iglesia, el pasar una temporada en una ermita eran otras tantas ocasiones de liberarse de la massa plumbea. Servir al Rey de la gloria en su palacio de Cluny era un honor, pero no una tarea cómoda y leve y se le podía servir, evidentemente, de otras maneras en prioratos y granjas.

Hay que decir, en honor a la verdad, que no fue Cluny quien quebrantó el admirable equilibrio que establece la Regla de san Benito entre el opus Dei (como le llama él) o liturgia, la lectio divina y el trabajo manual, pues la tradición del monacato carolingio que heredó ya lo había roto, pero tampoco lo restauró; al contrario, acabó por destruirlo del todo y contribuyó más que ninguna otra institución benedictina a mantener y propagar semejante desequilibrio. Desequilibrio que, como veremos, producirá grandes reacciones en el ámbito monástico.