4.10.10

Joaquín de Fiore o el ideal de una Iglesia pura

A las 3:53 PM, por Guillermo Juan Morado
Categorías : General

 

Joaquín de Fiore (1132-1202) ingresó, después de una fuerte experiencia interior, en la Orden del Císter. Años más tarde, fundó un monasterio propio en Fiore (Calabria). Se opuso con todas sus fuerzas a la teología de Pedro Lombardo. A pesar de su afán reformista, antes de morir pidió a sus seguidores que buscaran la aprobación de sus obras y se sometiesen a la decisión de la Iglesia.

En la historia de la Iglesia se han dado siempre movimientos de reforma, en búsqueda de una mayor pureza, de una mayor fidelidad al Evangelio. Pero, como ha sistematizado el cardenal Congar en una de sus obras, no todas las reformas han sido verdaderas; también las ha habido falsas. Quizá, al final, la piedra de toque sea la voluntad de obediencia a la autoridad de la Iglesia. Sin esa capacidad de obediencia, no hay reforma que, a la larga, no desemboque en ruptura y en división. El sometimiento a la autoridad de la Iglesia es una concreción de la obediencia a Cristo, ya que Él confió a los pastores legítimos la misión de atar y desatar y la tarea de interpretar con autoridad la palabra de Dios.

Joaquín de Fiore hablaba de tres edades de la historia, en correspondencia con las tres Personas divinas y caracterizadas por el liderazgo, sucesivamente, de los laicos, de los clérigos y de los monjes. Esta última sería la edad del Espíritu, que iniciaría la “Iglesia espiritual”, en la que las órdenes religiosas envolverían el mundo. Muchos grupos extremistas se identificaron a sí mismos como la realización de esa “Iglesia espiritual”. Por su parte, el IV concilio de Letrán condenó algunas ideas trinitarias del Abad de Fiore.

Creo que, en nuestros días, también se percibe el afán de reforma; en ocasiones, rodeado de una atmósfera excesivamente puritana, rigorista y, quizá, inmisericorde. Los intentos de convertir a la Iglesia en una especie de avanzadilla social que instaurase ya en la historia unos pretendidos “valores del Reino”, que se concebían como algo diferente y alternativo a la doctrina proclamada por la Iglesia oficial, están en claro retroceso. La caída de las ideologías utópicas y revolucionarias han pasado factura también dentro de los muros del santuario.

Pero hay signos de la existencia de una nueva oleada reformista, que vuelca con frecuencia su descontento hacia la Iglesia oficial; con particular encono hacia algunos papas, obispos y sacerdotes. La distancia que en Occidente se percibe entre vida ciudadana y fe católica, el aparente – o real – repliegue de la fe, se atribuye, omitiendo el mínimo análisis acerca de la historia de la cultura, a la infidelidad de los pastores, a su afán de contemporizar con el mundo o a su falta de claridad a la hora de anunciar la verdadera doctrina.

En todo movimiento reformista hay un elemento de verdad. El hombre no es tan ciego como para seguir un error que sea erróneo en su totalidad. Pero, si se pierden los puntos de referencia, si se desdibujan las proporciones, el resultado podría llegar a ser imprevisible.

Quizá en ninguna otra época de la historia los católicos han tenido un acceso más fácil y rápido a la doctrina segura. Hoy, cualquier fiel, estudiando a fondo el “Catecismo de la Iglesia Católica”, encuentra respuestas a la mayoría de los interrogantes que, en torno a la fe, puedan suscitarse en su interior. Hoy, cualquier fiel, tiene acceso inmediato a las enseñanzas de los últimos pontífices. Hoy, podríamos decir, se siente desorientado dentro de la Iglesia quien así lo desea (ya que no es creíble decir que se pasa sed donde las fuentes manan en abundancia).

¿Cómo compaginar el afán de reforma con la verdadera fidelidad al Evangelio? Si todos tuviésemos la última palabra, tal intento resultaría imposible. El Evangelio no es un mensaje anclado en el pasado, en un pasado que – pese a lo que algunos sospechan – jamás ha sido “ideal”. El Evangelio – y la Tradición que parte de él – es una voz viva, que sigue resonando en el mundo a través de la Iglesia. Una Iglesia que está formada por todos los bautizados, pero en la que no todos los bautizados tienen la misma función. Una Iglesia que sigue teniendo hoy una “cabeza visible”, que es el Papa y unos portavoces autorizados de su doctrina que son los obispos en comunión con él.

No hay ningún santo, que se sepa, que haya reformado nada desprovisto de la humildad y de la obediencia: Ni Francisco de Asís, ni Teresa de Jesús, ni Ignacio de Loyola, ni tantos otros que, en sus vidas concretas, supieron manifestar cuales eran las urgencias que Dios señalaba en su Iglesia.

Guillermo Juan Morado.