15.10.10

Los desafíos de la técnica según la Encíclica “Caritas in Veritate” (1)

A las 10:46 AM, por Daniel Iglesias
Categorías : Doctrina Social y Política, Moral
 

El propósito de esta ponencia es presentar una reflexión sobre los actuales desafíos éticos y sociales de la técnica, a la luz de las enseñanzas del Sumo Pontífice Benedicto XVI en su “Carta Encíclica “Caritas in Veritate” sobre el desarrollo humano integral en la caridad y en la verdad”, y sobre todo en su Capítulo 6º, titulado “El desarrollo de los pueblos y la técnica”.

Mi ponencia constará de una premisa y ocho tesis.

La premisa básica de esta ponencia es el hecho evidente de que nuestra cultura contemporánea está caracterizada en gran medida por un desarrollo científico y tecnológico cada vez más veloz.

La Revolución Científica iniciada en el siglo XVII trajo como consecuencia la Revolución Industrial, que comenzó en el siglo XVIII y alcanzó grandes progresos en los siglos siguientes. Por ejemplo: a mediados del siglo XX la humanidad logró dominar las fuerzas encerradas en el átomo; y hacia fines del mismo siglo produjo la “revolución electrónica o digital”, que está generando lo que comúnmente llamamos la “sociedad de la información y el conocimiento”. Más aún, en los años más recientes ha comenzado a delinearse una “revolución biotecnológica”, que podría llegar a tener impactos sociales mayores incluso que los de la “revolución electrónica”. Por eso el Papa Benedicto XVI dice que “El problema del desarrollo en la actualidad está estrechamente unido al progreso tecnológico y a sus aplicaciones deslumbrantes en el campo biológico.” (Caritas in Veritate = CV, 69).

Mi primera tesis es que la técnica, aunque a priori es moralmente ambivalente, es en términos generales algo muy bueno, porque responde a la vocación humana al trabajo y el desarrollo.

Veamos primero el punto de la ambivalencia moral. Lo que Benedicto XVI, citando a Juan Pablo II, dice de la globalización, podemos decirlo también de la técnica: Ella “«no es, a priori, ni buena ni mala. Será lo que la gente haga de ella». Debemos ser sus protagonistas, no sus víctimas, procediendo razonablemente, guiados por la caridad y la verdad.” (CV, 42).

Pasemos al segundo punto. A pesar de ser una espada de doble filo, la técnica es, hablando simplemente, algo bueno. El trabajo no es en sí mismo una maldición ni un castigo, sino una vocación fundamental del hombre y un medio muy importante para su santificación. Pues bien, la técnica es un instrumento principalísimo del que el hombre se vale para trabajar y cumplir así el mandato que Dios dio a nuestros primeros padres: “Creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla” (Génesis 1,28). La técnica es una de las cualidades que distingue al hombre de los animales. Ella “consiste esencialmente en que el hombre se sirve de ciertos instrumentos producidos por él mismo. También algunos animales hacen algo parecido. Un mono, por ejemplo, tendrá gusto en usar un bastón. Pero la producción, con miras a un fin, de instrumentos complicados con largo y paciente trabajo es típicamente humana.” (1)

El Papa Benedicto XVI presenta los aspectos positivos de la técnica y del progreso tecnológico de la siguiente manera:

La técnica… es un hecho profundamente humano, vinculado a la autonomía y libertad del hombre. En la técnica se manifiesta y confirma el dominio del espíritu sobre la materia. «Siendo… [el espíritu] “menos esclavo de las cosas, puede más fácilmente elevarse a la adoración y a la contemplación del Creador”». La técnica permite dominar la materia, reducir los riesgos, ahorrar esfuerzos, mejorar las condiciones de vida. Responde a la misma vocación del trabajo humano: en la técnica, vista como una obra del propio talento, el hombre se reconoce a sí mismo y realiza su propia humanidad. La técnica es el aspecto objetivo del actuar humano, cuyo origen y razón de ser está en el elemento subjetivo: el hombre que trabaja. Por eso, la técnica nunca es sólo técnica. Manifiesta quién es el hombre y cuáles son sus aspiraciones de desarrollo, expresa la tensión del ánimo humano hacia la superación gradual de ciertos condicionamientos materiales. La técnica, por lo tanto, se inserta en el mandato de cultivar y custodiar la tierra (cf. Gn 2,15), que Dios ha confiado al hombre, y se orienta a reforzar esa alianza entre ser humano y medio ambiente que debe reflejar el amor creador de Dios.” (CV, 69).

Mi segunda tesis es que la técnica, para contribuir auténticamente al desarrollo humano, debe respetar la verdad del hombre.

En primer lugar, quisiera destacar un hecho que me parece muy sintomático. La proposición que afirma que “el auténtico desarrollo debe respetar la naturaleza” concita hoy un amplísimo consenso, porque sintoniza con la actual sensibilidad ecológica. Sin embargo, si aplicamos esa misma proposición al ser humano y, por ende, afirmamos que “el auténtico desarrollo humano debe respetar la naturaleza humana”, ese consenso se esfuma y se convierte en controversia, a menudo agria. Las lúcidas y oportunas enseñanzas de Juan Pablo II y de Benedicto XVI sobre la necesidad de una “ecología humana” (cf. CV, 51) son hoy “contra-culturales”, “políticamente incorrectas”.

Al principio del Capítulo 6º de nuestra encíclica, Benedicto XVI subraya que el desarrollo humano debe respetar la verdad del hombre, es decir la naturaleza humana:

La persona humana tiende por naturaleza a su propio desarrollo. Éste no está garantizado por una serie de mecanismos naturales, sino que cada uno de nosotros es consciente de su capacidad de decidir libre y responsablemente. Tampoco se trata de un desarrollo a merced de nuestro capricho, ya que todos sabemos que somos un don y no el resultado de una autogeneración. Nuestra libertad está originariamente caracterizada por nuestro ser, con sus propias limitaciones. Ninguno da forma a la propia conciencia de manera arbitraria, sino que todos construyen su propio «yo» sobre la base de un «sí mismo» que nos ha sido dado. No sólo las demás personas se nos presentan como no disponibles, sino también nosotros para nosotros mismos.” (CV, 68).

Para tratar de comprender esto, haré tres consideraciones, que corresponden respectivamente a la ontología, a la teología y a la moral fundamental.

La ontología tomista afirma la existencia de varias propiedades trascendentales del ser (unidad, verdad, bondad y belleza) que en cierto modo se identifican o son intercambiables entre sí. Ser y verdad se identifican, porque ser es ser conocido por Dios. Ser y bien se identifican, porque ser es ser querido por Dios. Como escribió Hans Urs von Balthasar, parafraseando polémicamente a Descartes: “amor, ergo sum” (“soy amado, luego existo”).

Sin embargo, hay una prioridad lógica de la verdad sobre el bien. No se puede amar lo que no se conoce en absoluto, porque amar es querer y buscar el bien de la persona amada y para ello es necesario conocer ese bien de algún modo. Esto no quita que exista una realimentación positiva entre el conocimiento y el amor, porque también es cierto que no se puede conocer plenamente lo que no se ama.

Esto nos lleva a una consideración teológica. El teólogo suizo Romano Amerio, en “Iota Unum”, un libro muy interesante cuyas tesis comparto sólo parcialmente, afirma que en la base de la actual crisis eclesial se encuentra un ataque (en la línea del escepticismo) a la potencia cognoscitiva del hombre, ataque que supone una desviación metafísica. Se ha difundido mucho dentro de la Iglesia Católica una tendencia a la desvalorización radical del conocimiento y a la desvinculación del bien con respecto a la verdad (2). Amerio dice que, en última instancia, en el fondo ese error proviene de una falsa teología trinitaria, en la cual el Espíritu Santo, la Persona-Amor (3), procede sólo e inmediatamente del Padre, no del Padre y del Hijo, del Padre por el Hijo, como afirma el dogma católico (4). Recordemos que, según el prólogo del Evangelio de Juan (1,1-18), el Hijo de Dios es el Logos (es decir, la Palabra o Razón, la Palabra Razonable); y recordemos también que, según San Pablo, el mismo Cristo es la Sabiduría de Dios (1 Corintios 1,24). Por lo tanto, las mismas relaciones entre las tres Personas divinas nos indican que dentro de la Trinidad existe un orden que señala una prioridad lógica de la verdad con respecto al amor (5).

Esto no quita nada de lo que el mismo San Pablo enseña sobre la caridad como virtud cristiana suprema (6): “la ciencia hincha, el amor en cambio edifica” (1 Corintios 8,1); y también: “Aunque tuviera el don de profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, nada soy.” (1 Corintios 13,2). Como enseñó el mismo Jesús, el conocimiento de la verdad nos libera para el bien (cf. Juan 8,32); es decir que el conocimiento es para el amor.

Escribe Amerio: “Así como en la divina Trinidad el amor procede del Verbo, en el alma humana lo vivido procede de lo pensado. Si se niega la precedencia de lo pensado respecto a lo vivido o de la verdad respecto a la voluntad, se intenta una dislocación de la Trinidad. Si se niega la capacidad de captar el ser, la expansión del espíritu en la primacía del amor queda desconectada de la verdad, perdiendo toda norma y degradándose a pura existencia.” (7)

En tercer lugar, plantearé una consideración de moral fundamental. La moral cristiana está basada en una antropología metafísica y teleológica, es decir en una ciencia del ser humano caracterizada por las nociones de naturaleza humana y de fin último del hombre. Dios, que es Verdad y Amor, creó al hombre a su imagen y semejanza, haciéndolo capaz de conocimiento y de amor, y lo creó con una finalidad: para que el hombre alcance su felicidad plena conociendo y amando a Dios por toda la eternidad. La moralidad o inmoralidad de los actos humanos depende de su conformidad o no-conformidad con ese fin último del hombre. Es bueno todo acto humano que conduce al hombre a su comunión con Dios; es malo todo acto humano que separa al hombre de su fin, que es Dios.

En síntesis, para comprender la moral cristiana necesitamos tener en cuenta por lo menos tres elementos básicos: primero, el hombre tal como es de hecho (la naturaleza humana, don de Dios que incluye la libertad humana); segundo, el hombre tal como puede y debe llegar a ser (la vocación o fin último del hombre, que incluye la gracia como oferta e impulso de salvación); y tercero, el camino que el hombre debe recorrer para llegar a ser lo que está llamado a ser, a partir de lo que es (camino que está pautado por la ley moral natural y que implica el ejercicio responsable y razonable de la libertad humana). (Continuará).

Daniel Iglesias Grèzes

Ponencia presentada en la Segunda Jornada Académica de “Fe y Razón”

Montevideo, 14/10/2010.

Notas

1) J. M. Bochenski, Introducción al pensamiento filosófico, Editorial Herder, Barcelona, 1986, p. 78).

2) Esta tendencia se nota en muchos de los errores de la teología católica “progresista” (sobre todo post-conciliar), por ejemplo en materia de diálogo ecuménico, interreligioso y con los no creyentes.

3) Como lo llama Juan Pablo II en su carta encíclica Dominum et Vivificantem, n. 10.

4) Cf. Eugenio IV, Bula Laetentur coeli (6/07/1439), DS 1300-1302, FIC 503-504; Eugenio IV, Bula Cantate Domino (4/02/1442), DS 1330-1331, FIC 505-508; Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios (30/06/1968), nn. 8-13, FIC 509-514.

5) La nueva analogía trinitaria propuesta por Karl Rahner apunta en la misma línea del Filioque católico: basándose en la idea de la auto-comunicación de Dios al mismo Dios, Rahner concibe al Padre como aquel que emite y recibe esa auto-comunicación, al Hijo como aquel que es emitido y al Espíritu Santo como aquel que es recibido. Lo recibido no puede ser auto-comunicado si antes no es emitido. (cf. Karl Rahner, The Trinity, The Crossroad Publishing Company, New York, 1999, c. III, especialmente pp. 101-102).

6) Santo Tomás de Aquino enseña que la caridad es forma, motor, madre y raíz de todas las virtudes (cf. De Caritatae, a. 3).

7) Romano Amerio, Iota Unum, Tomo 3, Capítulo XV, n. 147.