3.11.10

Miedo a la muerte y deseo de Dios

A las 12:08 PM, por J. Fernando Rey
Categorías : Espiritualidad
 

“Dios no hizo la muerte, ni goza destruyendo a los vivientes. Todo lo creó para que subsistiera” (Sab 1, 13).

La muerte no es obra de Dios, y, por consiguiente, es mala. Podría decirse, incluso, que Dios odia la muerte, como odia el pecado. Cometen una gran injusticia quienes culpan a Dios de la muerte de los seres queridos, porque no habría muerte si el hombre no hubiese pecado. En Getsemaní entendimos que la muerte hace llorar a Dios.

Cuando un ser querido sale de este mundo, las lágrimas jamás suponen una falta de fe. No comprendo a quienes se dirigen a los familiares afligidos de un difunto con palabras de reproche: “¿Por qué lloráis? ¡No lloréis, que nuestro hermano está vivo, ha partido hacia Dios!”… Me pregunto si le hubiesen dicho lo mismo a Jesús mientras lloraba la muerte de su amigo Lázaro.

Es cierto que, cuando un cristiano muere en gracia de Dios, después de recibir los sacramentos, y con el auxilio de la oración, podemos tener la certeza de que su muerte es un viaje hacia el Cielo. También es cierto que no sabemos cuánto durará ese viaje, y, entre tanto, debemos orar por él. Pero todas esa certezas no nos ahorran ni una lágrima. No lloramos porque pensemos que algo malo le ha sucedido; lloramos porque ya no lo vemos, porque le llamamos por teléfono y no se pone, porque vamos a su casa, y no está ahí. Lloramos por nosotros, no por él. La separación que supone la muerte, aunque temporal, es dolorosísima. No entender ese dolor es renegar de la condición humana.

Tampoco el miedo a la muerte supone falta de fe. Puesto que la muerte es mala, el miedo que experimentamos hacia ella es bueno. Por lo que a mí respecta, siento unos enormes deseos de ir al Cielo; cada día que pasa, esos deseos son mayores en mí. Pero, al mismo tiempo, el mero pensamiento de la muerte me produce pánico. Sólo entiendo que una persona no tema a la muerte en dos circunstancias: o bien ha recibido una gracia muy especial, como la recibieron los mártires que acudieron cantando al suplicio, o bien se trata de un enfermo que ha perdido el juicio, y hay que vigilarlo muy de cerca. Una persona que no teme a la muerte se expone a cometer actos temerarios que lo pongan en riesgo inútilmente. Existe un tercer caso en que entiendo esa falta de miedo ante la muerte: cuando se tienen veinte años, quizá uno puede permitirse pensamientos románticos que jueguen con la muerte como con un poema; al fin y al cabo, algo nos dice que el enemigo está a la distancia suficiente como para tomarlo por un soneto. Pero bastará una visita al médico, y un diagnóstico severo, para que todo el romanticismo salte hecho pedazos y el cuerpo comience a temblar… Normal.

Cuando Dios mismo, hecho carne, se tendió sobre la muerte en una Cruz y la abrazó en un dramático “cuerpo a cuerpo”, la transformó para siempre. Lo que hasta entonces era la maldición suprema y el zarpazo de Satanás sobre los pecadores fue convertido, merced al Sacrificio de Cristo, en el acto de Amor más grande contemplado jamás por la Historia. Cristo no murió; entregó la vida. Y, al hacerlo, reventó la maldición, e hizo saltar en pedazos el muro de la muerte, abriendo en él una puerta con forma de Cruz hacia la Vida. Desde entonces, la mano llagada del Señor se tiende sobre la muerte para todo cristiano que quiera tomarla y ser llevado a la Gloria. La muerte de un cristiano debería ser la prolongación de la Pasión y Muerte de Cristo. “Si con Él morimos, viviremos con Él” (Tim 2, 11). Jamás debería decirse, de un cristiano, que “ha muerto”, sino que “ha entregado la vida”.

Ver a Jesús Crucificado esperándome en el día de mi muerte no ha logrado borrar de mi alma el miedo a morir. No me resulta extraño, puesto que el mismo Jesús se acercó a la muerte con “pavor y angustia” (Mc 14, 33). Pero me conforta el saber que Él estará allí, tendido en mi cruz, como me conforta experimentar que, por grande que sea el miedo a morir, mayores son los deseos de vivir contemplando su Divina Faz por toda la eternidad.

José-Fernando Rey Ballesteros
jfernandorey@jfernandorey.es