10.11.10

Yo soy el enemigo -con perdón-

A las 11:20 AM, por J. Fernando Rey
Categorías : Espiritualidad
 

Es necesario que estemos alerta. El aparente enemigo que ataca de frente puede no ser sino un señuelo, y, mientras los combatimos, el verdadero enemigo hace su entrada por la puerta de atrás.

Yo mismo he denunciado el desplante de nuestras autoridades al Santo Padre, y, aunque no he escrito sobre ello, me siento apenado por la situación de los monjes benedictinos en el Valle de los Caídos. También he suscrito, desde luego, las palabras de Benedicto XVI acerca del laicismo agresivo que se está instaurando en nuestro país. Sin embargo, es muy fácil, a la vista de este panorama, realizar el movimiento equivocado que nos pierda para siempre.

El movimiento al que me refiero, el que más temo, es el que nos llevaría a considerar que nuestras autoridades son los “enemigos de la Iglesia”, que la Iglesia somos nosotros, y que, por tanto, si ellos nos hacen la guerra, nosotros (“la Iglesia”) debemos hacérsela a ellos. “¡No nos rindamos!” -podríamos decir- “¡Luchemos contra los enemigos de la Iglesia!”. El grito suena bien, parece cabal, “huele” a fidelidad y, aparentemente, nos afianza en la Fe. Y, si embargo, una vez proferido semejante grito, nos habremos pasado al Enemigo: habremos renegado del Sermón de la Montaña, habremos permitido que el odio y el resentimiento aniden en nuestros corazones, y, por encima de todo, nos habremos atrincherado en nuestra propia soberbia. Aunque a muchos les sorprenda, estoy convencido de que es el Maligno quien, escondido entre nosotros, se mueve de un lado a otro, aventando el grito a escondidas, hasta convertirlo en clamor. Sin saber cómo, acabamos entonando su himno de guerra y de odio.

Seamos sinceros… ¿Quiénes son los enemigos de la Iglesia? Los primeros enemigos de la Iglesia somos mis pecados y yo. Quienes están empeñados en luchar contra los enemigos de la Iglesia pueden empezar por mí; quizá con ello me ayuden a hacer penitencia. ¿Estoy realmente convencido de ser mejor que quienes se empeñan en retirar los crucifijos o demoler el Templo del Valle de los Caídos?. Si tantas veces he demolido el Templo de Dios que es mi alma, dejando allí anidar a los ídolos, ¿tengo autoridad para declarar la guerra a quienes van contra un templo de piedras muertas? ¿No acabaré llegando a la conclusión de que, por mis culpas, me he hecho “hermano” de quienes odian a Jesucristo, con esa desgraciada hermandad que crea el pecado? Más aún: ¿no seré yo más enemigo de la Iglesia que ellos, puesto que creo haber recibido más y, a pesar de todo, haber pecado una y otra vez? Quizá soy yo más culpable del laicismo que todos los zapateros, rubalcabas, leyres y bibianas juntos.

En segundo lugar, y en cuanto a esa consideración de los hombres como enemigos. Si el Señor me ha dicho “Amad a vuestros enemigos, orad por los que os persiguen” (Mt 5, 44)… ¿No estaré cambiando de bando cada vez que me sitúo frente a un hombre y me declaro en guerra contra él? El mismo Jesús que se dejó despojar de sus vestiduras y reprochó a Simón que intentase atacar a quien le prendía, ¿No me echará en cara semejante actitud?

En tercer lugar: creo, de verdad, que estamos en guerra, y que hay un enemigo contra el que luchar hasta la misma muerte. Pero ese enemigo no es ningún hombre: “Nuestra lucha no es contra la carne ni la sangre, sino contra los principados, las potestades, y los espíritus del mal” (Ef 6, 12)… Los verdaderos enemigos son el Demonio y el pecado. Y mi alma no es sino campo de batalla, en el que mucho terreno han conquistado ya. “Luchar contra los enemigos de la Iglesia” significa convertirnos, hacer penitencia, amar más a quienes nos odian, ser más generosos, perdonar hasta la extenuación, dejarnos abrasar por el verdadero celo de almas… Ser santos. Si fuéramos santos, España sería distinta. Pero llenándonos de resentimiento es muy difícil que lleguemos a ello.

No tengo duda de que cuanto sucede en España es justo castigo por nuestros pecados. Y, por el mismo motivo, tampoco tengo duda de que la solución no vendrá por el camino del resentimiento, sino por el de la penitencia y el de la conversión. He ahí la verdadera batalla.

José-Fernando Rey Ballesteros
jfernandorey@jfernandorey.es