14.11.10

El día soñado

A las 3:58 PM, por Luis Fernando
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Había soñado tantas veces con que llegara ese día, que cuando llegó, no acababa de créerselo. Atrás quedaban los largos años de la polémica, de las peleas en el barro, de la lucha en defensa de aquello que Dios le había devuelto. Él sabía, o al menos creía saber, que durante todo ese tiempo había cumplido la voluntad del Señor. Cometiendo errores, sin duda, pero siempre con el timón marcando el rumbo correcto. Y, sin embargo, su alma anhelaba algo distinto. Buscaba la paz, el remanso donde simplemente descansar en brazos del amado.

Las palabras del salmo llenaban ahora todo su ser: “…mantengo mi alma en paz y silencio como niño destetado en el regazo de su madre. ¡Como niño destetado está mi alma!” Y sí, por mucho que los años hubieran poblado su cabeza de canas, seguía siendo como “aquel niño pequeño, cuando le declaró a Dios amor eterno, cuando prometió servirle con su vida, aunque casi nada sabía de Él, salvo que sólo Él le llenaba de amor y de paz”.

Años atrás, cuando todavía era joven, había dejado por escrito los recuerdos de su niñez y de cómo la presencia viva del Señor había transformado su vida: “Sólo sé que desde entonces hablar contigo es mi medicina. Yo tenía muy pocos años, era un niño, pero te quería. Y, ¿sabes?, todavía te sigo queriendo con la inocencia de aquellos días. Tú y yo, a solas, sin más testigos que mi cama y mi almohada. Hablamos como dos enamorados se hablan. Mi voz, temblorosa, se calla, tu voz, poderosa, me envuelve. Me enseñas mi lugar a tu lado. Y yo, que no entiendo aún porqué me escogiste, me quedo alelado; no sé qué decir. Palabras que el hombre no entiende, que sólo tu Espíritu me ilumina su significado, son las que tú me hablas".

Sabía que no le quedaban muchos años de antes de partir hacia la eternidad. Pero esos pocos años eran ya el preludio del encuentro definitivo con el que daba sentido a su existencia. Cuando se acercaba al altar, sus ojos veían sacramentado a Aquél con el que esperaba fundirse en un abrazo infinito. Y le pedía la gracia de morir en paz con Él, para que nada ni nadie pudiera arrebatarle el gozo de la salvación.

Las llagas de la cruz que había arrastrado durante buena parte de su vida seguían abiertas. De hecho, seguía portando su propia cruz, sin la cual nadie es digno de Cristo. Pero el mismo Señor le hacía de Cireneo para que pudiera arrastrarla hasta su Calvario.

Por delante tenía el camino de la santificación, en el cual dejar que la llama del Espíritu Santo quemara los restos de pecado que quedaban en su alma. Hacía tiempo que sabía que la gracia divina no era otra cosa que Dios mismo actuando en él para configurarle a imagen de Cristo.

Pidió ser espejo de la luz del Señor para poder ayudar a otros a encontrarle en medio de sus tinieblas. En nada era ya del mundo, aunque en el mundo seguía. Se despojó de los harapos viejos del primer Adán y, de la mano de la nueva Eva, rogó al Señor que no permitiera que nada, salvo la palabra de Dios, llenara el resto de sus días.

Lo que pasó después no está todavía escrito salvo en el corazón de Dios. Quien quiera leerlo, deberá esperar.

Luis Fernando Pérez Bustamante