29.01.11

 

Monseñor Martínez Camino dijo ayer unas cuantas verdades sobre la situación legal de la institución familiar en España. Efectivamente, disolver un matrimonio es en ocasiones más fácil que cambiar de compañía de teléfono. Si los cónyuges están de acuerdo, se pueden divorciar en tres meses. En caso de que no haya acuerdo, la cosa puede demorarse, pero en todo caso la facilidad para poner fin a una unión matrimonial es total. Basta con que una de las partes quiera divorciarse para que no haya manera de impedirlo. Con la particularidad de que en ocasiones, la parte que no está de acuerdo puede resultar la más perjudicada en la sentencia de divorcio. Lo he escrito otras veces y lo vuelvo a escribir. Conozco casos en que un/a adúltero/a ha conseguido echar de casa a su pareja para meter a la persona con la que cometía adulterio. O sea, quien rompe el contrato matrimonial no paga por ello. Todo esto con el apoyo de la ley.

Eso convierte al matrimonio civil en una gran farsa. No difiere gran cosa de las tan cacareadas uniones civiles, que también pueden ser disueltas en un abrir y cerrar de ojos. Le cuesta más a un jugador de fútbol salir de su club que a un cónyuge sinvergüenza poner fin su matrimonio. Quien es contratado por una empresa tiene más seguridad de que sus derechos se respeten a cualquier mujer que quiera ser repudiada por su marido -idem en el caso contrario-. Y eso, se quiera o no, deja a la institución familiar totalmente desprotegida. Es alucinante que aquello que es la esencia de la sociedad sea pisoteado desde la legislación.

En otros posts he sugerido que la Iglesia podría plantearse si tiene mucho sentido que los matrimonios canónicos tengan un efecto civil paralelo e inmediato. Es decir, dado que el matrimonio civil es basura, ¿no sería quizás mejor buscar que el marido y la mujer cristianos contrajeran un tipo de contrato personal que tuviera más protección jurídica que la farsa en que las leyes han convertido la institución familiar? No parece legalmente posible, pero sería una manera de manifestar el desacuerdo con una legislación que será todo lo democrática que se quiera, pero que a su vez es un atentado contra el bien común.

Lo ideal sería que al menos el matrimonio católico -con su carácter indisoluble- tuviera su correspondiente equivalente en la legislación civil, lo que de paso nos ahorraría la totalidad de matrimonios eclesiales que se han por mera estética o compromiso social. El resto de matrimonios civiles tendrían menos protección jurídica pero sin llegar a la barbaridad del divorcio express o de los divorcios en los que la parte perjudicada no se vea encima puesta en la puñetera calle y sin la custodia de los hijos.

¿He dicho hijos? Pues sí, he dicho hijos. ¿A ellos quién les proteje cuando sus padres les usan como munición o moneda de cambio en la demanda de divorcio? ¿quién les da la garantía de que su hogar no salte hecho trizas por la irresponsabilidad de su padre, de su madre o de los dos? Es más, no puedo dejar de preguntarme: ¿qué posibilidad hay de que alguien pueda ser un buen padre o una buena madre si ha sido incapaz de ser un buen esposo o una buena esposa?

No, no debería ser tan fácil romper una familia. La ley, para servir al bien común, debería velar por su continuidad, por su estabilidad. No digo que sea plan de mantener artificialmente unido un hogar donde hay violencia -en ese caso, el violento a la cárcel- o donde la convivencia se haya convertido en un infierno. Pero si ante la mínima crisis familiar, lo que la ley hace es invitar a los cónyuges a separarse, el divorcio avanzará hasta extremos insoportables para la estabilidad de la única institución que nos garantiza el futuro como civilización.

Luis Fernando Pérez Bustamante