8.02.11

Presentamos nuestra traducción de la interesante entrevista que el Cardenal Mauro Piacenza, Prefecto de la Congregación para el Clero, ha concedido recientemente al sitio Kath.net, en la cual se refiere a temas de gran importancia como la renovación del sacerdocio, la recuperación de su auténtica dignidad, la colaboración entre los fieles laicos y el clero, la crisis de las vocaciones, la sagrada liturgia, y la esencia del arte sacro.

 

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Con su libro “El sello – Cristo, fuente de la identidad del sacerdote”, publicado en el 2010, usted ha recordado la identidad del sacerdocio, declarando que cualquier discurso sobre una “nueva evangelización”, objetivo principal de la Iglesia, es vano si no se basa en la renovación espiritual del sacerdote. Concretamente, ¿cómo podría configurarse la renovación del sacerdocio? ¿Qué significa que el sacerdote es “signo de contradicción” en la sociedad actual, como dijo usted una vez? ¿De dónde debe partir la Iglesia y, en particular, cómo deberían intervenir los responsables de los seminarios?


 

Quien renueva continuamente a la Iglesia y, en ella, al sacerdocio, ¡es el Espíritu Santo! Fuera de una visión claramente pneumática y, por eso, sobrenatural, es imposible incluso sólo pensar en una renovación. Considero que este es precisamente uno de los principales caminos por recorrer: el de la recuperación clara de la dimensión vertical, espiritual del ministerio. En las décadas pasadas, demasiados “reduccionismos”, animados por la así llamada teología de la desmitificación, han tenido como resultado el de transformar el sacerdocio simplemente en un “super-ministerio” de animación y coordinación eclesial. El sacerdote es también aquel que anima la vida pastoral de una comunidad pero ejerce tal ministerio en virtud de una vocación sobrenatural y de la configuración a Cristo, determinada por el sacramento del Orden. Antes de todo “servicio ministerial”, él representa a Jesús Buen Pastor en el corazón de la Iglesia y, concretamente, en la comunidad a la cual es enviado.


 

Consecuencia de esto es que la renovación deberá pasar necesariamente por el primado de la oración, de la relación íntima y prolongada con Cristo Resucitado, presente espiritualmente en las Sagradas Escrituras, realmente en la Eucaristía, y con el cual el sacerdote está perennemente en relación en el servicio concreto de cada gesto ministerial. Primado de la oración significa también primado de la fe: la fe pura y sincera de los santos, capaz de desestructurar, precisamente por su sencillez, todo cálculo humano o razonamiento. Un sacerdote así, en un contexto cultural fundado en el eficientismo y el activismo, se convierte necesariamente en signo de contradicción; como el Señor Jesús ha sido y es todavía hoy “signo de contradicción”, así, a Su imagen, todo sacerdote está llamado a serlo, precisamente en virtud de la pertenencia a Cristo y a la Iglesia, y de la “novedad perenne” que la apostolica vivendi forma es para el mundo.


 

En el actual contexto secularizado, son signo de contradicción los sacerdotes santos, fieles, dedicados al propio ministerio porque dedicados a Dios y capaces, por eso, de conducir a las almas a un encuentro auténtico con el Señor. Sólo quien es todo de Dios puede ser todo de la gente.


 

En todo esto deben esencialmente ser formadas las nuevas generaciones de sacerdotes, evitando cuidadosamente caer en la tentación de quien quisiera “normalizar” el sacerdocio, pensando, de tal modo, hacerlo más aceptable a los jóvenes y a los hombres de nuestro tiempo. Esto, por el contrario, llevaría a la “desertificación” de las vocaciones. El futuro del sacerdocio, que está garantizado a nivel sobrenatural por la fidelidad de Dios a Su Iglesia, está también, en lo que nos concierne, en la motivada preocupación de su naturaleza auténtica, que es – las Escrituras lo testimonian y la gran Tradición eclesial y magisterial lo confirma – de origen exquisitamente divino.


 

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El Santo Padre Benedicto XVI en su libro-entrevista con Peter Seewald, “Luz del mundo”, dice: “Es imaginable que el diablo no lograse soportar el año sacerdotal y entonces nos ha echado en cara la inmundicia. Quiso mostrar al mundo cuánta suciedad hay también precisamente entre los sacerdotes”. ¿Usted considera que es casualidad que, precisamente durante el año sacerdotal, en no pocos países del mundo haya estallado el escándalo de los abusos sexuales? ¿Y realmente ha perdido el diablo al final?


 

 

¡Usted sabe bien que la casualidad no existe! Existen, en cambio, las coincidencias y, más a menudo, las estrategias humanas, que se exponen a las instrumentalizaciones del maligno.


 

Hay que recordar, en primer lugar, que el demonio no venció durante el Año Sacerdotal cuando, como afirmó el Santo Padre, “nos echó en cara la inmundicia”, sino más bien cuando algunos ministros de Dios, llamados por vocación a anunciar el Evangelio y administrar los Sacramentos, abusando de la propia tarea, han herido de modo mortal jóvenes vidas inocentes. En esta perversión absoluta está la verdadera victoria del maligno, y el hecho de que tales terribles y atroces comportamientos hayan emergido durante el Año Sacerdotal no ha disminuido la verdad del sacerdocio sino que, permitiendo la necesaria penitencia y reparación por lo ocurrido, ha favorecido una conciencia más profunda de cómo el extraordinario Tesoro, donado por Cristo a Su Iglesia, es contenido en vasijas de barro.


 

Tal situación, que es dramáticamente inquietante, podría incluso volverse desesperante si no estuviésemos seguros de que el diablo, el cual vence por desgracia muchas batallas, ya ha perdido definitivamente su guerra ya que ha sido derrotado por la Muerte redentora de Nuestro Señor Jesucristo y por su gloriosa resurrección.


 

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Con frecuencia, particularmente en países de lengua alemana, muchos sacerdotes son expuestos a presiones por parte de laicos y consejos pastorales. Casi se tiene la sensación de que ciertos laicos quieren hacerse lugar en el espacio del altar para asumir funciones ministeriales. En no pocas diócesis de lengua alemana, sacerdotes que quieren ser fieles a la Iglesia se encuentran con frecuencia solos. A veces ni siquiera los obispos diocesanos ofrecen a sus sacerdotes el apoyo necesario. ¿Cómo es visto este problema en Roma? ¿Cómo deberían y podrían ser defendidos los sacerdotes en tal situación


 

En primer lugar quiero afirmar con absoluta claridad y motivado convencimiento que la colaboración entre sacerdotes y laicos es tan necesaria cuanto sacramentalmente fundada. Es necesario vivirla dentro de algunos parámetros irrenunciables tanto desde el punto de vista teológico como bajo el perfil pastoral. Hay que recordar que al ministerio del testimonio están llamados todos los bautizados y no simplemente aquellos que han recibido algún ministerio eclesial. Los fieles laicos deben ser educados en este sentido permanente del apostolado, que debe vivirse sobre todo en el mundo, en sus concretas circunstancias existenciales, familiares, afectivas, laborales, profesionales, educativas y públicas. Los laicos realmente “comprometidos” son aquellos que se comprometen a dar testimonio de Cristo en el mundo, no aquellos que suplen la eventual carencia de clero, reivindicando porciones de visibilidad dentro de las comunidades.


 

Partiendo de esta claridad sobre la vocación universal de los bautizados, nada excluye que ellos puedan efectivamente colaborar en el ministerio de los sacerdotes, recordando siempre, sin embargo, que entre el sacerdocio bautismal y el ministerial existe, como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, retomando el Concilio Vaticano II, una diferencia esencial y no sólo de grado (cfr. CCC, n. 1547).


 

También en este caso se trata de redescubrir la fe en la Iglesia, que no es una organización humana, ni mucho menos puede ser gestionada con criterios “empresariales” que obedecen a leyes humanas, como la presunta o real competencia o eficiencia y el necesario reparto del poder, y que están lo más lejos posible del auténtico servicio eclesial.


 

Considero que precisamente esta “reducción empresarial” del modo de pensar la Iglesia es una de las causas tanto de la así llamada crisis del número de las respuestas a las vocaciones, como de las polémicas que, en sucesivas oleadas, a veces también orquestadas, se desencadenan contra el celibato sacerdotal. Todo forma parte de aquella miope “estrategia de normalización” que busca, en última instancia, expulsar a Dios del mundo borrando de él aquellos signos que, objetivamente, remiten a Él de modo más eficaz; en primer lugar la vida de aquellos que, en la fidelidad y la alegría, eligen vivir en la virginidad del corazón y en el celibato por el Reino de los Cielos, testimoniando de ese modo que Dios existe, está presente, y que por Él es posible vivir.


 

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¿Cómo se explica la “crisis de las vocaciones” en las actuales sociedades occidentales?


 

La así llamada crisis vocacional, de la cual, en realidad, se está saliendo lentamente, está vinculada, fundamentalmente, a la crisis de la de en Occidente. Donde existe se debe admitir que, en realidad, la crisis de vocaciones es crisis de fe. Dios continúa llamando pero para responder es necesario escuchar y para escuchar se necesita el clima adecuado y no el alboroto absoluto. En los mismos ambientes está en crisis la santificación de la fiesta, está en crisis la confesión, está en crisis el matrimonio, etc. La secularización y la consiguiente pérdida del sentido de lo sagrado, de la fe y de su práctica, han determinado y determinan una importante disminución del número de los candidatos al sacerdocio. A estas razones exquisitamente teológicas y eclesiales se le agregan algunas de carácter sociológico: en primer lugar, el decrecimiento, único en el mundo, de la natalidad, con la consiguiente disminución del número de los jóvenes y, por lo tanto, también de las jóvenes vocaciones.


 

En este panorama representan una loable excepción, cargada de entusiasmo y de esperanza, los movimientos y las nuevas comunidades, en las cuales la fe es vivida de manera genuina e inmediata, y traducida en vida concreta, y esto abre el corazón de los jóvenes a la posibilidad de entregarse por completo a Dios en el sacerdocio ministerial. Tal vitalidad, en la diferencia de expresión y de métodos, debe ser de toda la Iglesia, de cada parroquia y de cada diócesis, porque sólo una fe auténtica, significativa para la vida, es el ambiente en el cual pueden ser escuchadas las muchas llamadas que Dios dirige, también hoy, a los jóvenes. El primer e irrenunciable remedio a la disminución de las vocaciones lo ha sugerido el mismo Jesús: “Rueguen al dueño de los sembrados que envía trabajadores para la cosecha” (Mt. 9, 38). Éste es el realismo de la pastoral de las vocaciones. La oración por las vocaciones, una intensa, universal y extendida red de oración y de Adoración Eucarística que involucre a todo el mundo, es la única verdadera respuesta posible a la crisis de las respuestas a la vocación. ¡Pero se necesita fe! Donde esta actitud orante es vivida en forma estable se puede afirmar que una auténtica recuperación está teniendo lugar y que, en cierto modo, la noche ha pasado y ya amanece. Quisiera que cada diócesis tuviese un centro de adoración eucarística, posiblemente perpetua, precisamente por estas intenciones: santificación del clero y vocaciones. ¡Éste es el plan pastoral más eficaz y realista que pueda haber! De allí se irradiará también una admirable fuerza de caridad en todos los ámbitos. ¡Hay que probar para creer!


 

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Desde 2003 hasta su nombramiento como secretario de la Congregación para el Clero por parte del Papa Benedicto XVI en el 2007, usted ha sido presidente de la Pontificia Comisión para los Bienes Culturales de la Iglesia; desde el 2004 también Presidente de la Pontificia Comisión para la Arqueología Sacra. ¿Cómo juzga el estado actual del “ars sacra” que a menudo es confundido con el “ars religiosa”?


 

 

El argumento es muy amplio y merecería ser afrontado con la amplitud apropiada ya que toda realización artística habla de la idea de hombre y de Dios que tenemos, como también todo “edificio iglesia” que se construye habla tanto de la idea de Iglesia que tenemos como, sobre todo, de la experiencia de Iglesia que vivimos. La Iglesia no es una realidad sociológica humana, no es una reunión de personas que creen en lo mismo. Es el Cuerpo de Cristo, nuevo Pueblo sacerdotal, Presencia divina en el mundo.


 

Toda auténtica expresión de arte sagrado y toda nueva iglesia deberían ser ante todo reconocibles como tales. Todo hombre, todo transeúnte, del niño al anciano, del culto al analfabeto, del creyente al ateo, debería poder decir inmediatamente: “¡Esa una obra de arte! ¡Esa es una iglesia!”. Esta última, además, debe ser monumental, es decir, debe hablarnos de la grandeza de Dios y debe, por lo tanto, ser diferente, también por proporciones, de cualquier otro edificio. Una iglesia, y todo el arte sacro, para ser tal, no deben obedecer tanto a la originalidad subjetiva del arquitecto o artista singular como a la fe genuina y sincera del pueblo, que en ella y a través de ella rezará. No son “monumentos” a la genialidad del individuo sino lugares e instrumentos de culto, dedicados a Dios, en los cuales y a través de los cuales encontrar a Dios y reunirse como Su Pueblo.


 

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En su opinión, ¿qué tan importante es la celebración de la liturgia para la esencia de la vida de la comunidad y también para la misión de una nueva evangelización de los países de antigua cristianización?


 

Varias veces el Santo Padre ha recordado que, con la Liturgia, vive o muere la fe de la Iglesia. Ella es, al mismo tiempo, un espejo en el cual se refleja la fe, y un alimento que constantemente la nutre, la purifica y la sostiene. El antiguo adagio “lex orandi, lex credendi” obviamente mantiene todavía hoy toda la propia validez y eficacia.


 

En no pocos casos, el mencionado intento de desmitificación ha implicado también a la Liturgia produciendo, como único y devastador efecto, el de reducirla nuevamente y paradójicamente a “ritos pre-cristianos”, simbólicamente interpretables y expuestos, por tanto, a toda posible deriva subjetivista y relativista. La Liturgia no es principalmente un actuar humano, en el cual los individuos pueden expresar libremente la propia emocionalidad subjetiva, o en el que sería necesario hacer o decir algo para participar; ella es principalmente acción de Cristo, el cual, vivo y presente en Su Iglesia, rinde culto al Padre, atrayendo, en esta acción humano-divina, a nosotros los hombres.


 

Cristo Resucitado es el verdadero protagonista de la historia y de la Liturgia, y toda acción humana que quiera ser realmente litúrgica debe obedecer a este imprescindible criterio y debe buscar orientar el corazón de los fieles hacia el reconocimiento del primado absoluto de Dios.

Haber reducido o banalizado la Liturgia es una responsabilidad gravísima, no independiente de la pérdida del sentido de lo sagrado, de la que Occidente es víctima y que se deriva, una vez más, de la desmitificación radical promovida por cierta teología, creyendo ser “científica”.


 

La respuesta a todo esto puede encontrarse, sin embargo, en el corazón del hombre, el cual, a pesar de todo, está hecho por Dios y es constitutivamente religioso, por lo tanto abierto a lo trascendente y al sentido de lo sagrado. Una Liturgia cristocéntrica, correctamente celebrada, eclesialmente significativa y que sea la realización de “Él [Cristo] debe crecer y yo, en cambio, disminuir” (cfr. Jn. 3, 30), de joánea memoria, contribuye ciertamente a la nueva evangelización de Europa y a la recuperación del sentido de lo sagrado, sin el cual incluso el necesario diálogo con las otras culturas y tradiciones religiosas sería imposible.


 

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Le agradecemos a su Eminencia por la entrevista e invocamos sobre usted la bendición de Dios


 

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Fuente: Kath.net


 

Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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