17.02.11

Entre la luz y la tiniebla - El gozoso tributo de la conversión

A las 1:24 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Entre la luz y la tiniebla
 

El espacio espiritual que existe entre lo que se ve y lo que no se ve, entre la luz que ilumina nuestro paso y aquello que es oscuro y no nos deja ver el fin del camino, existe un espacio que ora nos conduce a la luz ora a la tiniebla. Según, entonces, manifestemos nuestra querencia a la fe o al mundo, tal espacio se ensanchará hacia uno u otro lado de nuestro ordinario devenir. Por eso en tal espacio podemos, entre la luz y la tiniebla, ser de Dios o del mundo.

El gozoso tributo de la conversión

Por causas relacionadas con la voluntad del Maligno, en muchas ocasiones la conversión, el venir a ser, discípulo de Cristo, acarrea consecuencias trágicas para la vida de la persona que así ha manifestado su querer ser.

Sin embargo, lo que es para el mundo trágico y terrible, la muerte, no deja de ser acontecimiento gozoso para quien sabe que le espera la vida eterna y la visión del definitivo reino de Dios.

En todo tiene que haber alguien que es el primero, una persona que inicia, con su hacer o suceder relacionado con él, un camino, una forma de ser, un destino.

Desde que Esteban dijera “¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! ¡Vosotros siempre resistís al Espíritu Santo! ¡Como vuestros padres, así vosotros! ¿A qué profeta no persiguieron vuestros padres?” (Hch 7, 52-52), demostrando una conversión y un discipulado claro y contundente, sabía que había sellado su inmediato futuro son su conversión. Murió a pedradas mientras un tal Saulo aprobaba aquella sumaria ejecución.

Con tal forma de proceder el diácono y protomártir Esteban ofreció su vida en veneración porque agradecía a Jesucristo lo que le había ofrecido.

Gozar, con el martirio, puede parecer cosa de mentes perturbadas porque, en el sentir del siglo, el dolor se evade y se oculta, así, la lección de humildad que supone el mismo. Sin embargo, cuando se entrega la vida diciendo, como hizo Esteban “Señor Jesús, recibe mi espíritu” (Hch 7, 59) se ha comprendido, a la perfección, la situación espiritual en la que se encuentra. Es, en todo caso, una perturbación divina y una forma propia de ser del discípulo de Cristo.

Luego, a lo largo de los siglos, aquellos primeros trescientos años hasta Constantino y, luego, desde entonces hasta ahora mismo, otros muchos hermanos en la fe han dado sus vidas sabiendo lo que hacían y, sobre todo, las consecuencias que una actitud de conversión podía acarrearles.

Los mártires de la conversión tienen nombre y apellidos que los identifican ante otros hombres. Sin embargo, el que más los cualifica para pertenecer al grupo de los justos es el que muestra la cruz (“y muerte de cruz” nos recuerda Filipenses 2, 8) como herramienta personal de vida y de existencia total.

Cruz que puede ser de muchas formas o, mejor, puede tener personales aristas y cruceros de las propias maderas que soportan, sobre los hombros del espíritu, los sacrificados mártires que con su ejemplo hacen que sintamos gozo de ser cristianos y veamos cómo fructifica la semilla de la conversión.

Convertirse, así, y dar la vida por tal causa, no es mera coincidencia ni casualidad sino, sobre todo, resultado de una opción vital que acaba, empezando, por identificar la sangre de Cristo con la que derrama el hermano que ha querido completar el sacrificio del Hijo de Dios con tal efusión espiritual y algo más que espiritual.

Entendemos, así, que mártir se puede ser de dos formas: el que gozando de su fe le dan muerte por odio hacia ella y el que viniendo de otra confesión religiosa, suma, suman sus verdugos, el odio por la religión cristiana al abandono de la que creen legítima y única. Doble odio, doble gozo para quien así sufre porque lo hace en nombre y por Jesucristo, perfecto Dios y perfecto hombre según nos recuerda Atanasio de Alejandría en su Símbolo.

Venir a ser cristianos para perder la vida física por tal causa no es un contrasentido sino, precisamente, una posible consecuencia según el siglo está, de lo que el amor puede traer a la vida de un hijo de Dios.

Es más… seguramente, las personas que se convierten al cristianismo llevan implícito el sello del martirio en sus propias vidas. Y lo aceptan con el gozo de aquellos que se saben salvados.

Eleuterio Fernández Guzmán