21.02.11

Entre la luz y la tiniebla - Dejar morir la fe

A las 12:17 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Entre la luz y la tiniebla
 

El espacio espiritual que existe entre lo que se ve y lo que no se ve, entre la luz que ilumina nuestro paso y aquello que es oscuro y no nos deja ver el fin del camino, existe un espacio que ora nos conduce a la luz ora a la tiniebla. Según, entonces, manifestemos nuestra querencia a la fe o al mundo, tal espacio se ensanchará hacia uno u otro lado de nuestro ordinario devenir. Por eso en tal espacio, entre la luz y la tiniebla, podemos ser de Dios o del mundo.

Dejar morir la fe

La beata Teresa de Calcuta confesó que “…en mi propia alma, siento un dolor terrible por esta pérdida. Siento que Dios no me quiere, que Dios no es Dios, y que él verdaderamente no existe…”.

Había perdido la fe y tan terrible circunstancia en una persona como aquella defensora del amor a toda costa tuvo que hacerle sufrir de forma comprensible. Pero salió de aquella fosa de la única manera que sabía: entregándose a los más necesitados de entre los hombres.

Algo similar le debió pasar a San Juan de la Cruz que le llevara a escribir “La noche oscura del alma”. Se vio privado de toda devoción y, con ella, de una espiritualidad profunda.

Dejaron morir la fe pero fue un morir procurado por su propia fe y por las circunstancias especiales por las que pasaban. Murió para volver a renacer con la fuerza que hace a los quehaceres santos y llenos de espíritu de Dios.

Sin embargo, no siempre sucede tal cosa sino que, simplemente, se olvida a Dios y se pretende extender, sobre su memoria en nuestro corazón, un manto que cubra la misma como si se tratara de un bienestar exclusivamente físico y no ocupara el alma toda.

Vemos, entonces, que existen razones que, alejadas de la fe, la dejan morir como si fuera poco menos que nada o como si el hombre, Homo Religious, pudiera dejar de ser por mera voluntad propia cuando, al contrario es, por eso mismo, un ser religioso; ser, que, a partir de su realidad física tiene el conocimiento de que depende de Alguien que es superior a sí mismo que, por eso, lo ha creado.

Pero, a veces, dejamos morir la fe porque creemos que nuestra alegría y nuestra felicidad sólo pueden alcanzarse y hacerse real lejos de Dios. Y buscamos cuando “Hoy vemos esta búsqueda desesperada de la alegría que cada vez se aleja más de su verdadero origen, de su verdadera alegría. El olvido de Dios, olvido de nuestra memoria verdadera”. Así lo entiende Benedicto XVI y así, en el fondo es: olvidamos porque queremos que nuestro recuerdo de Quien nos creó no sea como una espada de Damocles sobre nuestra existencia, llana, perecedera, mortecina.

Así, algunos espíritus prefieren dejar en una memoria desmemoriada lo que, en Ecclesiam suam (13), indicara Pablo VI acerca de que “El misterio de la Iglesia no es un mero objeto de conocimiento teológico, ha de ser un hecho vivido, del cual el alma fiel aun antes que un claro concepto puede tener una casi connatural experiencia; y la comunidad de los creyentes puede hallar la íntima certeza en su participación en el Cuerpo Místico de Cristo

Y es que dejando morir la fe ponemos a recaudo de un ser vacío la pertenencia a Cristo que, con nuestra creación, llevamos impresa en el alma. No vemos lo que supone, para nuestra totalidad de persona, preterir el torrente de agua viva que salvara a la samaritana en Sicar y somos como “niños, llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina, a merced de la malicia humana y de la astucia que conduce engañosamente al error” (Ef 4, 14).

San Pablo, sin embargo, sabía lo que, en realidad, nos pasa o nos puede pasar en alguna ocasión. O, mejor, la razón última de que podamos dejar morir la fe. Se trata, precisamente, de nuestra propia naturaleza y de lo que hacemos con ella. Lo dice en su Segunda Epístola a los Corintios (4, 7-9) con unas palabras propias de un aventajado en la fe:

Pero llevamos este tesoro en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros. Atribulados en todo, mas no aplastados; perplejos, mas no desesperados; perseguidos, mas no abandonados; derribados, mas no aniquilados.

Olvidamos por comodidad u olvidamos, simplemente, por una falta de ejercicio del sentido de fidelidad que nos une, inseparable y eternamente, a Dios. Rompemos el cauce de Amor porque preferimos un amor pequeño, pegado al mundo, exclusivamente horizontal, esclavos del tener y sometidos a los diversos diosecillos que mancillan el nombre de Dios quien, sin embargo, no abandona a su creación sino que, más que nunca en la tribulación del alma, la acoge como madre amorosa.

Y, sin embargo, salimos de la noche oscura del alma sabiendo que para Dios nada hay imposible.

Eleuterio Fernández Guzmán